Amor y ciudad de infarto masivo, por Ricardo Andrade F.

08/ 01/ 2013 | Categorías: Reseñas

latidos-caracasSarracena y Andrés son dos prismas a través de los cuales se observa una ciudad que vive y participa de la llama intermitente que los envuelve como amantes. Latidos de Caracas , la primera novela de la escritora venezolana Gisela Kozak, es una obra esencialmente urbana y pasional, donde la felicidad deambula en algún lugar de la Caracas de la década pasada, acompañada de la cobardía, el compromiso y acaso de algunos ocurrentes mendigos.

Caracas late en cada página. Las torres cancerosas y tragicómicas de Parque Central, la imponencia de las de El Silencio, el Guaire “imperturbable en olor, color y fines”, Nuevo Circo y su fritanga, La Candelaria con sus boquerones, cervezas y chistorras. El Parque del Este, la Ciudad Universitaria, los cafés de Las Mercedes, la mítica Sabana Grande, Plaza Venezuela, el cerro El Ávila, verde y majestuoso. Son sus latidos los que determinan los movimientos de sus habitantes. La ciudad de los años noventa es el punto de convergencia entre una arquitecta de veintinueve años y un estudiante de Artes de diecinueve.

“— Estaré contenta a toda costa y que me perdonen los muertos de mi felicidad”. Así habla Sarracena, una mujer feliz y desgraciada. Divorciada, amante del cine y las telenovelas brasileñas. A través de ella se saborea una ciudad de peatón, cercana y feroz. Se balancea en el transporte público, dando y pidiendo permisos, abriendo y cerrando ventanas, compartiendo intimidad con los desconocidos en camionetas y vagones repletos. Vive con unos familiares en la avenida Victoria, cerca de su intersección con la avenida Nueva Granada y trabaja el Centro Simón Bolívar. Va de Roca Tarpeya al Pasaje Zingg, y viceversa. En sus propias palabras, es una “caraqueña integral”.

Con diez años menos, dentro de las aulas de la escuela de Artes de la Universidad Central, con el mundo por delante, Andrés sueña con escribir guiones como los de Tarantino y Almodóvar, delira por los efectos especiales, le gusta Rubén Blades, Charly García, la pintura de Velásquez, y le encanta la poesía de Allen Ginsberg. A bordo de un poderoso jeep blanco descapotable, contempla una ciudad activa, llena de calles, autopistas y luces que se mueven a gran velocidad. Andrés es hijo único de una familia clase media y, dado que profesa cierta vocación por la adultez, está acostumbrado a ser buen hijo, a gozar de una madurez superior a la de su entorno y a tener un gusto especial por las mujeres mayores.

La novela consiste en la intersección de estas vidas dispares y de los mundos urbanos que los rodean, en los que se entreteje una historia de amor tormentoso y divino —“amor de ojo y de oído, violento como un infarto masivo”— entre dos almas y dos nombres que se aman sin apellidos, sin mayores condiciones, ni navidades, ni suegros, ni problemas habitacionales, pero con mucha juventud. Sin embargo, esta no es una historia de amor de fácil resolución, sino el epicentro de una red enmarañada de fuerzas que van en una y otra dirección, complejos económicos, trabas morales, diez pesados años de diferencia. La relación de Andrés y Sarracena es complicada, pero divertida en extremo. Son psiques muy distintas, pero a ambos los estimula la brecha generacional, los atrae el deseo, los une Caracas –con sus calles y hoteles— y una polisémica opresión en el estómago que los embarga consuetudinariamente. Tienen en común, por otra parte, que saben ser silenciosos y que, según Andrés, ambos pueden sacrificar una verdad “por una frase brillante o por un buen rato”.

El desarrollo de los acontecimientos –poco más de siete meses de romance fluctuante— plantea conflictos y puntos de tensión entre la pareja central y su entorno. La madre de Andrés se convierte pronto en un obstáculo, gracias a lo cual el joven, sin que Sarracena se entere, tiene que valerse de la complicidad de su tío y su mejor amiga (Matilde) para tener su primer encuentro sexual con ella. El texto reconoce la injerencia moral de la familia en la sociedad venezolana y, al mismo tiempo, la cuestiona. No en balde Sarracena llega a afirmar con su magnífico sentido del humor: “La familia es como el sol: para disfrutarlo plenamente hay que hacerlo desde lejos y con protector”.

El desenfreno erótico es una constante. La cama de un hotel es el ágora para debatir, meditar y aprender. Besos, caricias, sábanas blancas y líquidos calientes. Andrés y Sarracena recorren varios hoteles de Caracas y capitalizan uno de sus encuentros más vigorosos en el hotel Himalaya de El Junquito: “De pie, Andrés observa a Sarracena arrodillada frente a él; mira su largo cabello y su respetable nariz y se asombra de cómo es capaz de acariciarlo con la presión justa, la humedad indispensable y el movimiento exacto”.

Paralelamente, la novela rompe con los estereotipos para aborda la sexualidad de sus personajes. En cuanto a los heterosexuales, Andrés es meticuloso y ordenado en extremo, y Sarracena es una mujer algo despojada de dulzura y candor. Los personajes homosexuales son distintos entre sí y son claves en la historia: Enrique, profesor de Andrés y amigo de Sarracena, es el vínculo inicial; Alejandro es el mejor amigo de Andrés y está obstinado de su novio celoso (también mucho mayor que él); Alba, la encantadora hermana menor de Sarracena, aspirante a estudiar Letras en la UCV, siente tierna atracción por Matilde.

No pocas son las alusiones a obras cinematográficas. En el marco del amor como relación de enemistad, Noches Salvajes, Esposos y amantes, Damage, Nueve semanas y media constituyen el cuarteto fílmico que Sarracena y su hermana consumen en Valencia durante un fin de semana. Por otro lado, están las películas que Andrés y Sarracena compartieron: El lado oscuro del corazón, Delicatessen, Como agua para chocolate, Lección de piano, La oveja negra, Sal en la piel y Blade Runner. A partir del romance central se construyen o no relaciones con estos referentes culturales.

La voz narradora utiliza la ironía con frecuencia e inocula dosis de humor a la historia. Es capaz de sentir la misma opresión en el estómago que sus personajes. Padece y goza cada gesto y cada palabra. Es un narrador versátil por cuanto sabe opinar, tomar distancia con respecto a los personajes e inmediatamente volver a sus interioridades: “el joven camina hacia Sarracena y le indica que no pueden verse ahora, que se verán más tarde. Ella responde con un cómo es la vaina y enrojece de ira, vente conmigo, carajo, ¿quién es esa tipa? ¿la noviecita esa de la que le había hablado? Pero odia las escenas y acepta encontrarse con él a las dos en Las Cancelas”.

En Latidos de Caracas no hay grandes certezas. En cambio, un sin fin de posibilidades. Las propuestas se atropellan frente al mar y los verbos se conjugan en todos los tiempos. “Futuro que apenas se abre es presente y no tiene espacio para planes”. Tal vez sí haya algún espacio para los proyectos de Sarracena y Andrés; quizás no…

Sobre el libro: Latidos de Caracas, de Gisela Kozak (Alfaguara)

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