De la persistencia del folletín, por Carmen Vincenti
22/ 04/ 2013 | Categorías: Herramientas, OpiniónHablar de la persistencia del folletín, en sus transformaciones desde la novela decimonónica por entregas a la radionovela de mediados del siglo veinte y sus alcances en la telenovela —que cobran nuevos bríos en el nuevo milenio—, es tema ya frecuente, no sólo entre articulistas y académicos. También en la resonancia que generó en el imaginario de los colectivos latinoamericanos, como podemos leer en tantos relatos de la narrativa del continente, donde se resemantiza la tónica folletinesca en mundos representados que se apropian de los géneros tradicionalmente considerados como «cultura popular» o «cultura de masas»: baste el ejemplo —multiplicante y multiplicador— de Manuel Puig.
Sin embargo, hay otro fenómeno paralelo altamente llamativo, y que además tiene la peculiaridad de provenir de la madre patria: la actualización de la novela folletinesca como género en sí misma, desarrollada por escritores con tremendo alcance de mercado. Y como no se trata aquí de hacer un rastreo exhaustivo, me voy a concentrar en un título que ha hecho furor de ventas de un lado a otro del Atlántico: La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, publicada por Planeta en el 2001 y que para fines del 2005 llevaba más de cincuenta ediciones, traducida a varios idiomas y recomendación aún dilecta de muchos libreros.
Zafón —discípulo (¿indócil?) de Arturo Pérez—Reverte, heredero aventajado, a su vez, del celebérrimo Alejandro Dumas— nos ofrece un novelón de cerca de seiscientas páginas con absolutamente todos los lugares comunes de lo que coloquialmente llamamos un culebrón: en primer lugar el tópico de la paternidad desconocida que propicia —por supuesto— enamoramientos incestuosos, y desde allí motoriza las acciones de «malos» misteriosos o simplemente siniestros, «buenos» perseguidos por el destino, mujeres de belleza incomparable, monstruos deformes de alma y cuerpo; leyendas de amores románticos que desafían el paso del tiempo, aunque desgraciados en su vano intento por superar el cúmulo de obstáculos que empantanan el camino (siguiendo al pie de la letra el aforismo de Denis de Rougemont: «el amor feliz no tiene historia»). Calles oscuras y solitarias, tétricas mansiones abandonadas, siluetas tortuosas que surgen de la nada; la amenaza de la muerte omnipresente en tufos diabólicos, lances que llenan las páginas de sangre, enigmas cuya develación es manipulada a través de vericuetos que se reproducen, eludiendo una y otra vez «la verdad»; escenas macabras donde los protagonistas, armados apenas de la luz de una vela, se enfrentan a lo insondable.
El exuberante número de páginas se logra a través de un recurso ya magistralmente tratado por Dumas: las historias proliferantes. Cada nuevo personaje que aparece en escena es honrado con párrafos y párrafos que explican sus orígenes, los meandros de su vida y las razones que justifican el estar involucrado en la intriga. Y una palabra también proliferante —rococó, yo diría, para salvaguardar el discurso barroco— de imágenes rimbombantes y efectistas, cuya esperanza de creatividad se agota pronto hasta caer en un verdadero abuso del lenguaje. A medida que la trama se va acercando al desenlace —quizás por cansancio del autor, sospecho— casi podría hablarse de un repetitivo y empalagoso pastel donde, para citar sólo un ejemplo, todo «sangra» o «escupe»: el viento, la nieve, la lluvia, las hojas, las lágrimas y un largo etcétera.
Pero sería injusto no mencionar los aciertos: el mayor, tal vez, el motivo del cementerio de los libros olvidados (cuya originalidad confieso ignorar) y la plataforma que genera, construyendo un mundo donde la realidad copia a la ficción (eso sí, de seguro, no es original); la figura de Fermín Romero de Torres, que va más allá del estereotipo en el que se estanca el resto de los personajes (o de la incoherencia que marca a algunos, como el sombrerero); el humor que hace contrapunto al melodrama y que goza de muy buenos momentos; la ambientación espacial e histórica, cuya mayor virtud es apelar a los traumas de un colectivo incapaz de olvidar. Y —mezquindades aparte— la virtud del saber contar, del saber mantener el interés del lector.
A pesar de lo cual, y sin más rodeos, la novela es francamente mala. La propuesta metaficcional es ingenua por evidente; el suspenso, principal responsable de la tensión que suscita el argumento, se ampara en tácticas de una puerilidad insultante como apariciones imprevistas, paredes tapiadas, puertas que se cierran inexplicablemente, sepulcros escondidos, agresiones que se sabe quedarán impunes, osadías insólitas del aficionado a héroe. Todo ello dentro de un morbo y una truculencia cuyo exceso se acerca demasiado a la bufonada. Pero quizás la mayor «falla» del libro es su indiferencia por lograr un mínimo de verosimilitud interna, concretamente en la articulación entre el punto de vista de la narración y el manejo de la voz que cuenta: la primera persona del protagonista —perspectiva a través de la cual se nos entrega la historia— no tiene empacho en mudarse a una tercera —que no se sabe de dónde sale pues el autor no se toma el trabajo de justificarla dentro de las leyes del universo ficticio— cada vez que le conviene para aclarar hechos cuya fuente sólo podría provenir de un narrador omnisciente que, al fin y al cabo, hubiera podido relatarnos las claves del misterio en un centenar de páginas. Como ejemplo fácil cito el legajo de Nuria Monfort (ocupa trece capítulos de buen tamaño), que se desembaraza sin remilgos de todo intento de mantener la experiencia personal para componer una saga completa en tercera persona en aras de resolver todas las dudas del joven Daniel, que, de paso, había anunciado falsamente su muerte secuencias atrás (más acicate para la lectura).
Puede preguntarse quien ha seguido estas cuartillas de qué vale dedicar tiempo a una obra que no lo merece. Dos respuestas inmediatas: el irrefrenable asombro ante los artilugios del mercado, la primera; la segunda, hurgar en la molesta sensación de que uno es el loco y los demás tienen la razón. Afortunadamente, en los comentarios a la mano (internet, por lo pronto), se puede encontrar una cierta consolación: no a «todo el mundo» le ha parecido fascinante La sombra del viento, no todos piensan que es un maravilloso retorno a la «novela clásica» (¿?). Se encuentran opiniones como «desilusionante», «boba», «mal escrita», con personajes «esquemáticos», y la infaltable (vergonzante) coletilla: «tipo culebrón venezolano».
Gustos aparte y respetados (¿a la fuerza?), me pregunto: ¿será la intención paródica una gozosa —a la vez que cruel— clave de lectura? ¿Será que el escritor decidió sumergirse en el circuito de los famosos así fuera vacilándose al lector, como decimos en criollo? (guardando las distancias, de Picasso se dice que se divertía a morir trazando dos o tres líneas al garete —por las que cobraba lo que le saliera de un atardecer holgazán— para hechizo de los nuevos ricos). ¿Nacerá de un afán burlesco el exhibir alta erudición literaria, traduciendo en código cinematográfico la exhaustiva labor de investigación que revelan las descripciones? Una de las cosas que alienta mi sospecha es un parlamento de Romero de Torres —como decía, quizás el personaje más acabado de la novela y el tratado con mayor cariño. Diserta sobre la televisión y pronostica (tomar en cuenta que habla a principios de los años cincuenta) que «bastarán tres o cuatro generaciones para que la gente no sepa ni tirarse pedos por su cuenta… Este mundo no se morirá de una bomba atómica como dicen los diarios, se morirá de risa, de banalidad, haciendo un chiste de todo…». ¿No es esa una pintura cabal de nuestra contemporaneidad y sus patrones de recepción / inercia / actuación?
¿Será que nos tenemos que resignar a que eso es lo que le gusta al público, y por ende a las editoriales en su desaforada competencia de ganancias que privilegia cantidad por encima de calidad? ¿O la rueca de condicionamientos es al revés?
Como apasionada de los libros —y particularmente de aquellos que atrapan la imaginación— me inclino por la conjetura de la voluntad paródica, así no más sea para (auto)justificar las horas invertidas en una lectura llena de sobresaltos e incredulidad, admiración y envidia, disfrute y burla, entusiasmo y desengaño. Para mantener respeto por el lector «común», también. En todo caso, si el propósito del autor fue construir una caricatura feroz que se enmascara tras la desnudez de sus artificios para llegar al gran público —sin preocuparse demasiado por la congruencia de los personajes, por la pulcritud del lenguaje o por detallitos de verosimilitud interna que consumen un tiempo excesivo—, Zafón lo logró. Su libro es uno de los mayores éxitos de los últimos tiempos (poniendo en sitial aparte, por supuesto, las aventuras de Harry Potter) y el autor sigue carrera en Los Ángeles: regando la siembra, imagino. Mis respetos y larga vida.
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