Duelo, de Albor Rodríguez

05/ 07/ 2015 | Categorías: Lo más reciente, No ficción

Duelo 11

Sentada, con el cabello mojado y viendo hacia la nada, me dispuse a que la peluquera comenzara a cortar. La mañana anterior le había dicho a mi hermana Indira que trajera a la casa a alguien que me cortara el cabello, deseosa de acabar de una vez con los nudos que se me habían hecho después de una semana sin lavarlo ni peinarlo, cansada ya del gancho dentado que me lo sujetaba. Ella se sorprendió y, tratando de descifrar mis intenciones, intentó persuadirme de que no lo hiciera. Me dijo que mi cabello no tenía la culpa de lo que había ocurrido. Pero yo insistí.

Tenía nueve años de edad cuando mi madre hizo que me dejaran el cabello corto, tan corto que permanecí todo el día avergonzada con la cabeza envuelta en una toalla para que nadie lo viera. Y una única fotografía de mi infancia, tomada para la tarjeta de invitación de mi tercer cumpleaños, me muestra con el cabello corto y abultado como un casco. Entonces ya se asomaban esas ojeras naturales en mí, heredadas de mi madre y ella a su vez de la trigueña culí que su abuelo, de radiantes ojos azules y sangre europea, escogió por esposa. A una amiga de Caracas que vino a mi boda en Ciudad Bolívar, la ciudad del sur de Venezuela donde nací, le asombró ver en la calle a tantas mujeres parecidas a mí. Debió ver a las herederas de los culíes, como llaman a los descendientes de hindúes venidos de Trinidad, con su piel tostada, sus ojos oscuros y ojerosos, cejas pobladas, de mediana estatura y esos cabellos negros y ondulados como el mío, que a pesar de los años y de sucesivas mezclas han sobrevivido, igual que la arquitectura caribeña en el centro histórico, como huellas indelebles de una ciudad que alguna vez estuvo estrechamente conectada al mar a través del Delta del Orinoco.

Pero salvo esos dos momentos de mi infancia, siempre fui la del cabello largo. A los 11, a los 15, a los 20, a los 30, a los 42. A los 40 años me lo teñí de castaño claro por unos meses, y de vez en cuando hacía que me lo alisaran, pero siempre fui la del cabello largo, negro, ensortijado y abundante. Nunca encima de los hombros.

La cabeza me pesaba, pero fue por impulso que le pedí a Indira que trajera a alguien para que me cortara el cabello. No pensé que me haría caso, ni creo que le habría insistido demasiado, pero al verla llegar con la peluquera decidí que fuera un acto íntimo y ceremonioso. Por eso agité la cabeza diciendo que no cuando desde el porche vi bajarse del carro a una mujer de modales toscos, que había visto trabajar en un salón de belleza cercano a mi casa. “No, ella no”. Por eso pedí que me dejaran sola en mi habitación con la muchacha reservada y de rostro amigable que Indira trajo un rato después; mi amplia habitación de grandes ventanales, donde cabían cómodamente mi cama 2 x 2, el escritorio, mi silla de trabajo roja, el escaparate antiguo, la mesita de noche, el televisor, la hamaca naranja y el corral de Juan Sebastián.

–Lo quiero corto –le dije a la muchacha al verla alzar sus brazos gordos pero ágiles sobre mi cabeza–, lo más corto que puedas, por favor.

Un impulso. Hasta que escuché el primer chasquido de la tijera y mi cuerpo inerte se estremeció como si de pronto se hubiese encendido una luz en una carretera oscura.

El sonido del primer corte llegó a mí amplificado como el crujir de un cuchillo chocando con un amolador y comencé a llorar en silencio. Como un eco, los latidos de mi corazón respondían con violencia al cruce de las hojas de acero. Tomaba aire tratando de mantenerme entera ante la chica que no paraba de cortar, pero la tenía tan cerca que podía sentir su respiración entrecortada. Ninguna de las dos hablaba. Solo se escuchaba el angustioso ruido del metal y a cada tanto la sacudida de los vidrios de las ventanas cerradas cuando, afuera, el viento tomaba el primer aliento de la tarde. Entonces tuve una pavorosa certeza: aquella era la expresión de un cambio definitivo. Nunca más volvería a ser la misma.

Si mi cabello me distinguía y, a los ojos de los demás, me prodigaba cierta belleza, ya no lo quería. Si mi cabello era, como alguien me dijo alguna vez, mi escudo protector, ya no lo necesitaba. Mi cabello, pensé recién cuando vi caer los mechones al piso, lo enterraré en la tumba de mi bebé. Aunque tarde años en degradarse, será alimento de ese pedazo de tierra donde nueve días antes habíamos sembrado grama, flores y matas de capacho como las que abundan en el jardín de nuestra casa. Seré yo acompañándolo en los días de sol abrasador, en las horas de lluvia, en las noches oscuras y desoladas.

Y así lo hice. A la mañana siguiente fui al cementerio y, abriendo pequeños huecos con mis dedos entre la grama todavía sin prender, sembré los mechones que fui sacando de una bolsa de regalo extrañamente húmedos todavía, uno a uno, diciéndole a mi hijo que la mujer que había sido, de algún modo se había ido con él. Y que toda yo era ofrenda.

No sé cuánto tardé. Las rodillas me dolían, el cuerpo me pesaba y terminé echándome a un costado de la tumba a ver caer el agua que mi sobrino Leonardo traía desde un pozo cercano para regar el jardín que él mismo me ayudó a sembrar. Y aplastada por la sensación de que el tiempo se había detenido, respiré profundo y sentí el olor a tierra mojada.

 

 

Del libro Duelo, de Albor Rodríguez (Oscar Todtmann Editores, 2015)

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4 Comentarios a “Duelo, de Albor Rodríguez”

  1. Íngrid de Suarez dice:

    Buenas tardes, quisiera información de donde puedo conseguir el libro. Agradeciendo su atención

    • Albor Rodríguez dice:

      Hola Ingrid. No había visto tu mensaje, si no te habría respondido antes. Mi libro Duelo puedes conseguirlo en las librerías Nacho (Caracas, Margarita, Maturín, Maracay, Valencia, Acarigua, Barquisimeto, Maracaibo y San Cristóbal); en Caracas está además en las librerías Noctua, Kalathos, Entre Libros, Lugar Común, Alejandría (Chacaíto y Paseo Las Mercedes), El Buscón, Ediciones El Pasillo (UCV), Atlantis (San Antonio de Los Altos); en Mérida: Ludens y La Ballena Blanca; en Margarita: Tecni-Books; y en Maracaibo: Librería Europa. También puede adquirirse por Amazon. Saludos y gracias por tu interés.

      • Yuri Saldeño dice:

        Albor…
        Con profundo dolor lei cada palabra de tu impresionante libro. no sabia nada de lo sucedido y fué mi hermano, Alfredo, quien me lo comentó y mi hermana Yenaira me prestó el libro para leerlo, cosa que hice en una sola sentada.
        Tuviste la dicha mas espectacular del universo que es la de ser madre y el sinsabor de tan fatal pérdida. No imaginas cuanto pense en tu hermosa sonrisa, la cual siempre yo disfrutaba y que esta desagradable suceso la haya borrado. Con todo mi corazon lo lamento.
        Leer el libro me trajo muchisimos recuerdos, cuando mencionas a toda la familia que conocí, tus hermanos y hermanas, tus padres.. la ciudad que bordea «al padre magestuoso».
        Imagino lo duro y dificil de superar.
        Felicito la iniciativa de escribir tan magistralmente, como aquel escrito que lei de ti en los años 80 y que me encantó, obviamente salvando el tiempo y la experiencia. Un fuerte abrazo y siempre te recuerdo con gran cariño. Yuri Saldeño

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