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a Álvaro Silva
Andrés está metido allí, en el cuarto, con una mujer que se trajo de Río Chico. Estos son los hábitos que Álvaro no le perdona: cierta inconsciencia, cierta debilidad para poner en problemas a los demás. Afortunadamente estamos solos, lejos de padres y representantes, pero de todas maneras… Anoche fuimos por cervezas y, ya regresando, bordeando la Plaza Bolívar, Andrés sugiere que nos detengamos. Ninguno de nosotros entendía la propuesta pero, entre risas y chistes, nos bajamos un rato. Nos fuimos caminando hacia un banco y nos sentamos. Allí estuvimos bebiendo con esas bolsitas de papel que usan ahora, para esconder la lata o la botella, para simular que no estamos haciendo lo que estamos haciendo. De hecho, un policía nos llamó la atención, nos dijo que allí no se bebía, habló hasta del respeto que le debíamos al Libertador (se volvía y señalaba a la figura ecuestre mientras conteníamos las risas). Lo que hicimos fue despistarlo, rodarnos al banco de la otra esquina, para que no nos fastidiara.
Andrés hablaba de inmersiones antropológicas para justificar todo esto. Con los primeros años en la universidad, estaba intoxicado de conceptos y éste era uno más de un largo listado. Nosotros condescendíamos porque se trataba precisamente de Andrés: de su gracia, de su inventiva, de su voluntarismo, que siempre dominaban la escena. Charlar con los muchachos de la plaza, con los hombres que bebían más allá (él hablaba de los nativos), con las mujeres que caminaban, era parte de su rutina. Se volvía franco, se forzaba por ser natural, pero siempre lo delataba una pose, ese aire capitalino. Era hasta cómico verlo entrar en acción: se acercaba a otro de los bancos de la plaza (bolsita de cerveza en mano), se hacía el entendido, comentaba cualquier generalidad y se enganchaba. A veces lo rechazaban (la gente se mostraba indiferente y punto), pero a veces no (suponíamos que también para los otros podía ser interesante). En este momento, por ejemplo, uno puede imaginarlo abordando a uno de esos gigantones de Río Chico, hombres negros y desgarbados, para hablar de las lluvias, de las cosechas, de la pesca. Los gigantones sonríen porque saben que Andrés está desubicado. “El tema no es las cosechas –podrá decirle alguno–; el tema es lo que hay para comer.” Andrés idealiza, creer ver una supervivencia rural, pero no entiende que ya Río Chico es un pueblo crecido, con actividad comercial propia, con grandes hospitales y tuberías de aguas negras recién tendidas. Desde pequeños hemos venido a estas playas, a estos canales, y el pueblo ha crecido tanto como nosotros. “Pero no me van a negar –replica Andrés para hacerse el interesado- que las inundaciones los han afectado.” “Algo, sí –retoma uno de los desgarbados–, pero eso ha sido siempre así, eso no es de ahora. Estas son tierras bajas, y cuando llueve, pues todo se inunda.”
Al menos con los mayores, con los viejos, la conversación siempre es más interesante, más ilustrativa, pero sin duda que con los jóvenes, con los que podrían ser nuestros pares, todo se ha vuelto más difícil. Son más huraños, más impenetrables, y todo gesto de respuesta queda represado en una coraza. “Los viejos tienen más lenguaje –nos dice Andrés como sentenciando– pero lo que son los jóvenes… eso es puro monosílabo.” Nos lo dice en el banco, después de agotar la conversación con los gigantones, sin advertir a la morenaza que le pasa por detrás, entre la estatua ecuestre y nosotros. Viene en pantaloncitos cortos, deshilachados, estrechos, de tela negra, unos muslones impresionantes, un caderón que ni te cuento, unas crinejas graciosas, que le dan un aire de niña tardía. Viene también con una amiguita más joven, flaca, poco agraciada. Vienen con risitas, como queriendo y no, como pescando. La morenaza, calculo, estará cerca de los treinta años y ahora que la veo mejor (está pasando por debajo del farol) tiene un rostro ancho, de ojos rasgados, muy sensual.
Obviamente Andrés no se iba a quedar allí, con nosotros, hablándonos de los viejos. Iniciaba una segunda fase de su inmersión, no sé si antropológica o geológica (ahondar en la tierra, se entiende, auscultar la tierra), y se va detrás de la morenaza y su amiguita, a pocos pasos, como diciendo, como susurrándoles: “Mis niñas, mis niñas, ¿y no le van a dedicar una miradita a este galán?” La morenaza ríe, la amiguita también, y poco a poco Andrés va entrando en confianza, rodándose hasta el otro banco de la plaza y arrinconándolas sutilmente. Veíamos la escena desde este lado, ellas sentadas y Andrés payaseando de pie, y sabíamos que la cosa iba para largo. Como siempre en estos casos, Vicente comienza a impacientarse, a desesperarse y a decir que nos vayamos. Esa faceta de Andrés –la del seductor empedernido– lo irritaba más allá de lo imaginable, le removía alguna limitación de peso. Acordamos esperarlo una hora más, como máximo, y regresarnos definitivamente a casa si no volvía. Fueron algunas cervecitas adicionales, una conversación más nuestra, los tres sentados en el banco dejando que la noche transcurriera y, faltando unos minutos para cumplirse el plazo, vemos que Andrés camina hacia nuestro banco con la morenaza y su amiguita sin entender hacia dónde iba todo (o hacia dónde íbamos nosotros).
El Andrés que nos habló en ese momento no era el mismo. Era una simulación. Como estaba en compañía de nativas, como buscaba alguna movida, quiso aparentar otra cosa, quiso imponernos un guión desconocido, unos hábitos de galán (precisamente) y modificar el orden del día (o de la noche). Con voz ronca (más ronca que nunca), nos inquirió: “Nosotros nos vamos a un bar pero no sé si ustedes…” Y cuando dijo ustedes miraba puntualmente a Vicente, le torcía los ojos, le hacía entender que la amiguita estaba dispuesta a… “Vicente, ¿tú te vienes con nosotros, verdad?” –le espetó el galán. Fue el bochorno, la bajeza. Vicente no sabía qué responder. Miraba al suelo, movía las piernas como tijeras que cortan, escondía los brazos. “No, no, yo creo que yo…” Y al pronunciar el último yo trató de alzar la mirada para encontrarse con la carita de la no tan muy agraciada amiga y defraudarla. “No, yo me voy ya. La verdad es que estoy muy cansado” –se excusaba finalmente, como recogiendo el cuerpo. “Muy bien, muy bien –retomaba el galán–. Entonces nosotros seguimos nuestro camino.” Como si el nosotros –pensaba yo– fuera el de ellos y no el nuestro. Andrés tenía esa capacidad: la de desdoblarse, la de entregarse de lleno a una situación determinada en función de sus intereses. La morenaza se alejaba de la plaza junto a Andrés y detrás iba la amiguita plantada, como escoltándolos. El orden del agrupamiento cambiaba y ya Andrés había dado la primera estocada. No nos quedó otra maniobra que abandonar nuestro banco, confundidos, y que arrastrar con la furia de Vicente, quien volvía empequeñecido en el asiento de atrás. Bordeamos la plaza hasta llegar al carro y pudimos ver de cerca a los jóvenes con coraza, hablando con monosílabos y mirándonos impunemente a los ojos.
No supimos qué hizo Andrés en el interregno pero sí que amanecía con la morenaza en el cuarto que ocupaban los padres de Álvaro cuando venían de descanso. Se la habrá traído después de la ronda de bares, sin amiguita, y se habrá cebado a su gusto sobre ese cuerpo caliente. Álvaro estaba francamente alterado de sólo imaginar la escena. Nos estábamos desayunando en silencio cuando Andrés salió del cuarto, bostezando, y detrás venía la morenaza, con las crinejas deshechas. “Betsaida, ¿quieres comerte algo?” –hacía la pregunta para que todos nos enteráramos de su nombre. Vicente apuró el café y Álvaro se excusó rumbo al baño para (supuestamente) dejar libres los puestos de la mesita, pero en verdad ambos se sentían incómodos, aunque por diferentes motivos, y preferían alejarse (al menos de Andrés). Con la luz matinal, pude verle más claramente el rostro a Betsaida: una superficie pura, los pómulos algo salientes, la boca ancha, como para tragarse el mundo. Estaba apenada de estar en esa situación, sobre todo con los que se habían levantado de la mesa, y procuraba mantenerse en silencio, como ida. No comió mucho, apenas unas rodajas de pan y unos sorbos de jugo de naranja. Por Andrés supimos después que era enfermera, graduada en Caracas, y que trabajaba en el hospital de Río Chico. Se había regresado a su pueblo natal, recientemente, porque su madre estaba enferma y se esperaba un desenlace fatal en pocos meses. Caracas la había transformado, claro, y la vuelta no se le había hecho fácil: los mismos hábitos de pueblo, los mismos viejos noviecitos pensando en las mismas sucias cosas. “¡Ay, Dios, tengo guardia en el hospital! –interrumpía de pronto, todavía apenada, y le oíamos la voz por primera vez–. Así que debo volar.” Y volar significaba que Andrés le pidiera las llaves del carro a Álvaro. Lo encontró al borde del canal, tratando de pescar, y Álvaro le extendió el juego de llaves con desgano, con indiferencia. Andrés mordió el asfalto vaporoso entre Los Canales y Río Chico, pasó por casa de Betsaida para que se cambiara rápidamente y la dejó a las puertas de la sala de emergencias. Súbitamente, a la vista de esas puertas batientes, desconchadas por la humedad, recuperaba una imagen de infancia: su pie ensangrentado, con cortadas múltiples. Había pisado desprevenidamente los moluscos calcáreos que se fijaban como volcancillos en la rampa, cuando trataba de empujar una de las lanchas, y se había desprendido tiras de piel completas. El fiel Álvaro le había envuelto el pie en una toalla, para retener la sangre, y lo había traído raudo a esa misma sala de emergencias.
La casa era la misma de siempre: la de nuestros encuentros, la de nuestras aventuras, la de nuestra prolongada juventud. Estaba en la urbanización Los Canales, hacia las costas de Río Chico, y los padres de Álvaro la habían comprado tempranamente, antes de que la misma urbanización creciera o se diera a conocer. Era una casa relativamente austera, con apenas dos cuartos: el de las literas, donde nos embutíamos todos, y el que se reservaban los padres de Álvaro. Lo demás era la cocina, una mesita para comer y el largo pasillo con hamacas cruzadas que era nuestro deleite. Más allá estaba el jardín, un poco pedregoso, con dos enormes matas de mango que ofrecían una sombra generalizada, y el canal por donde nos íbamos a esquiar o pescar. La casa fue variando con los años y prestándose para todos los usos y planes: fue sucesivamente centro de esparcimiento, vitrina para ver y comparar modelos de lancha, excusa para pasear por los canales, garito de póker, cita obligada para torneos de pesca, guarida para llevar a nuestras novias. Estar en ella después de tantos años, recorrer sus espacios y el jardín pedregoso, un poco abandonado, concitaba un sentimiento extraño, doble, de valoración y pérdida. Fue Vicente, el más memorioso de todos nosotros, el que se había dado a la tarea de reunirnos. No eran ya los tiempos de bachillerato, cuando nos veníamos casi todos los fines de semana. Ahora estábamos en carreras distintas, en claustros diferentes, y la comunicación se hacía más difícil. Coincidir fue una fiesta, un retorno a los viejos ritos.
Vicente estaba en el segundo año de Sociología y arrastraba con la reciente muerte del padre, víctima de un cáncer linfático. Andrés estaba en Administración, una vocación que anunciaba desde muy temprano. Álvaro se iba pronto a Inglaterra, a estudiar Ingeniería Mecánica, y preparaba su viaje con un curso intensivo de inglés. Y yo estudiaba Idiomas, mi pasión de siempre. Se podía pensar en destinos divergentes pero el tronco común, de complicidades infinitas, pesaba mucho. Teníamos diferencias palpables, crecientes, pero no definitivas. Yo creo que la muerte del padre de Vicente –un hombre bondadoso, servicial– había impulsado este reencuentro. Y lo había impulsado porque Vicente necesitaba ordenar cosas en su espíritu, reconocer huellas, ubicarse en un contexto. Su llamada fue un clamor cifrado y todos de alguna manera así lo entendimos. Él buscaba algo de recogimiento, de quietud, de equilibrio, y Andrés había violentado ese diseño con la actitud en la plaza, con la escena de la morenaza amaneciendo en el cuarto. Así lo resentía, así lo rumiaba a la distancia.
Andrés regresaba de llevar a Betsaida a Río Chico y pretendía hacer ver que todo formaba parte de la normalidad. Le costó vencer la resistencia de Vicente y Álvaro y se dedicó a tareas puntuales. En el cuarto de la escena cambió sábanas y fundas, le dio vuelta a los colchones, coleteó dos veces, roció el baño de cloro. En la cocina comenzó a hervir a media mañana, y a fuego lento, dos kilos de guacucos recién comprados. Anunciaba una pasta vongole para mediodía y se reía de la hazaña. Los olores fueron inundando la casa y despertando todos los apetitos. Álvaro regresaba del canal, sin pesca alguna, y Vicente salía de la hamaca donde había permanecido leyendo. Creo que la sobremesa, después de repetir y repetir, nos volvió a juntar. Vicente repasaba un pedazo de pan por el fondo de la olla, como relamiéndose, y esa imagen nos lo devolvía íntegro, recuperado. “¡Carajo¡ –le decía de golpe Andrés, alcanzándolo con un manotazo en la espalda–. Asimismo te has podido relamer a la pobre amiguita. La dejaste tristona, abandonada, con ganitas.” Todos nos reímos de la ocurrencia. Incluso Vicente, contenido, a quien la risa le subía del bajo vientre, como una arcada. El tema del sexo opuesto, para el pobre Vicente, no fue nunca fácil. No se consideraba un ser especialmente apuesto –era, de hecho, bajo, narigudo, los ojos encontrados, el pelo grasoso, la barriguita incipiente– y creo que se despreciaba. Durante el bachillerato no le habíamos conocido a nadie y del abordaje universitario tampoco había noticias. Andrés conocía esa debilidad y buscaba encararla, confrontándolo siempre. Una vez, por ejemplo, inventó llevárselo para una casa de citas en Chacao. La incursión no pasó de un par de tragos, con una muchacha de muslos blancos que se le sentaba en las piernas y le besaba la nuca. Vicente no cesó de temblar en toda la noche y salió asqueado, con náuseas. Andrés se había dado a la tarea de iniciarlo, sin que nadie se lo pidiera, y persistía en tomarse atribuciones. Había como una torpeza en ese empeño: él quería ser noble, ayudar al amigo, pero los tiros le salían siempre por la culata.
Durante toda la tarde, entre la siesta y el ocaso, Andrés insistía en que debíamos volver esa noche a Río Chico. Inicialmente no encontró ningún eco, pero luego se las ingenió para aderezar el gusto con unos agregados. Sugirió que podíamos evitarnos el trayecto terrestre, rutinario y sin magia, yéndonos en lancha, por los canales. El río San José estaba crecido, sin barbas que esquivar ni lotos flotantes y, cortando por el atajo de Caño Copey desde Los Canales, ciertamente lo podíamos remontar hasta llegar a pocos metros de la misma Plaza Bolívar, donde habíamos estado la noche anterior. Sugirió también que nos podíamos meter en el cine de la misma plaza, donde unas pálidas, reverberantes cristinas (Vicente también las había visto) anunciaban una película china de artes marciales: “El espadachín manco”. Con lo primero, bien lo sabía, Andrés conquistaba el espíritu de Álvaro: una incursión nocturna, con poca luz, por el río San José era ya aventura suficiente. Con lo segundo, también lo intuía, vencía la resistencia de Vicente: todo lo que fuera enfrentamiento o combates era para él una sustracción mayor, un deleite para los sentidos. El plan estaba diseñado, magistralmente, y Andrés exhibía el orgullo de su inventiva.
Atravesar Caño Copey –tramo mil veces recorrido por Álvaro– fue relativamente fácil: había luna menguante y el breve resplandor bastaba para divisar las orillas. Pero internarse en el río San José –Álvaro sólo recordaba una travesía de niño, con su padre al mando– sí fue la expectación permanente. Nada extraño ni nada que lamentar, salvo quiebres de corriente, torceduras desconocidas de río, árboles caídos, una baba avistada por su lomo flotante, unas islas de lotos perfectamente esquivables. La lancha iba lenta, el motor a baja revolución, y Álvaro se lucía con sus maniobras recurrentes, avanzando o reculando según convenía. Y al final, cerca de un banco de tierra apilada, una especie de atracadero natural donde había algunos peñeros de pescadores. Anclamos la lancha por la popa y tiramos desde la proa una cuerda para sujetarla al árbol más cercano. Era una sensación extraña llegar a la plaza por la parte trasera. Implicaba una sensación de viaje mayor, hacerse de un espíritu aventurero, desafiar las adversidades. Nos sorprendíamos de estar allí, haciendo una cola de pocas personas en el cine y entrando a una sala antigua, de asientos maltrechos, carcomidos, donde todo olía a viejo. Nos sentamos como pudimos, sintiendo la incomodidad de espaldares que no se reclinaban, pero la película nos fue ganando a pesar de que la copia estaba muy rayada. Las cinco o seis personas que nos acompañaban en la cola resultaron ser los jóvenes huraños, con coraza, de la plaza. Con aire destemplado, vociferando, gritaban de más en cada escena de muerte, como celebrando un rito con exclamaciones que no eran más que monosílabos.
Un noble caballero es el guerrero más importante del emperador. Se le encomiendan las tareas más difíciles, más riesgosas, y sin embargo siempre regresa victorioso. El emperador le ha regalado una casa exquisita, en lo alto de una colina, para que divise siempre las tierras del imperio y sepa que esas extensiones se deben a su arrojo, a su valentía sin igual. El guerrero se ha mudado con familia, sirvientes y elegidos para vivir en sana paz, una vez que todos los enemigos han mordido el polvo de la derrota. Pero del extremo oriente del imperio llegan las nuevas de un aspirante temerario, espadachín diestro, que diezma los ejércitos del emperador. Llaman al gran guerrero a palacio y le encomiendan una última tarea: dar con el diestro espadachín y acabar con su arte. El guerrero asiste a todo el ceremonial de investidura donde el mismo emperador le entrega las llaves del reino. Luego, de vuelta a su casa, los sirvientes lo visten para el combate con telas numerosas y prendas inusuales. Un momento de intimidad se impone al final de los atuendos: el recogimiento necesario para encomendarse a los dioses y para retirar de un cofre labrado en jade su afamada espada de ébano, acaso el arma más poderosa del imperio.
De los recuerdos más vivos de Betsaida, antes de iniciar sus estudios de enfermería, está el de Freddy. Fue su amorío más adulto de los noviecitos que tuvo en la adolescencia. Con todos los primeros tan sólo hubo tibios escarceos, besos jugosos en la plaza, pero con Freddy hubo más, mucho más. Caracas pudo cortar con una relación que se venía envileciendo y ella agradecía el alejamiento, la ruptura. Le daba escozor pensar en verlo de nuevo en Río Chico, por esas mismas calles, después de varios años. Nadie le quería dar razón de su paradero y sólo una tía lejana, de visita en el hospital, le advertía: “¡Ay, mija! Ese muchacho es el dolor de su madre. Ese muchacho se perdió.”
Los emisarios convienen en que el combate será en una meseta estrecha, con un solo árbol, alto y frondoso, plantado como señuelo. Los hombres llegan a la hora convenida, justo antes del atardecer. El cielo es un cielo de sangre y alguno de ellos derramará la suya para emular la furia del ocaso. De un lado está el gran guerrero, trajeado con los ideogramas del imperio, los cabellos recogidos en una breve coleta, las manos firmes sobre la espada de ébano; del otro lado está el espadachín temerario, más leyenda que realidad, envuelto en una túnica blanca, sencilla, y con las espadas al cinto. Ambos se ven a la distancia, ambos miden sus posibles movimientos, sin que los rostros se alteren.
Podría admitirse que Freddy la inició a la vida sexual. Fue dulce, llevadero, al menos al principio. No se precipitaba, no aceleraba el ritmo de las cosas. Si al comienzo Betsaida sólo le permitía besos, entonces los besos eran largos, detenidos, sin tregua. Podía pasar horas besándola, hasta el ahogo, sujetándole la lengua entre sus dientes para sacar la mejor sustancia, para exprimirla. Si luego eran senos, sólo senos, se los podía chupar toda una tarde, levemente al principio y luego como queriéndoselos tragar. Betsaida llegaba al borde de un precipicio y no sabía cómo regresar. Si después fue el bajo vientre, de a poquito, Freddy se empeñaba a fondo, como un goloso. Respetaba los deseos de Betsaida de no entrar sin su consentimiento (y, de hecho, no entraba) pero la hacía venirse varias veces, de corrido, sucesivamente, hasta la desesperación. Sólo después de meses de ejercitación, le permitió el acto completo, con sus preámbulos y codas. Sentía que eran amantes muy acoplados, sentía que se volvía mujer. Y algo en ella, cuando le acariciaba la cabeza, se lo agradecía.
El espadachín era ciertamente diestro pero también siniestro: blandía las dos espadas, las hacía girar, al unísono. Era demasiado veloz para el guerrero, quien ya lo admiraba después de minutos de combate. No había truco, desliz, acometida, que el espadachín no anticipara. El guerrero se exigía a fondo, recurriendo a todas sus artes, sin desmayo, vigilando cada movimiento del contrincante. Sabía que un mínimo descuido, cualquier fracción de desatención, podía costarle la vida. Contaba tan sólo con su espada de ébano, de filo imperturbable, obsequio del emperador. Es esa espada –la encarnación del imperio– su último recurso, lo único que puede invertir una anunciada derrota. Largo y legendario bastón de ébano, que podía dividirse en secciones, nadie imaginaba el número de sus puntas o filos. Asesta el espadachín por el costado derecho y la espada del imperio lo detiene. Asesta de seguidas por el izquierdo y la espada del imperio también lo detiene. Presiona ahora con los dos sables, los brazos al aire, para que el guerrero caiga de rodillas, para que muerda finalmente el polvo de la derrota, y se asombra al ver cómo una tercera sección filosa, desprendida de un nuevo quiebre del bastón, se eleva por los aires para arrancarle, de un solo tajo, el brazo derecho del tronco.
La primera vez fue como consecuencia natural del alto nivel de excitación. Freddy la mareó de sensaciones, la sedó con una lengua que le recorrió senos y vientre, la calentó al borde del paroxismo, hasta transformarla en un animal compulsivo que agitaba y arqueaba sus caderas. Le dio la vuelta, le abrió ligeramente las piernas y la fue penetrando por detrás, suavemente para no lastimarla, hasta que ella misma quiso abrirse más y permitió que el placer y el dolor se fundieran en un solo ungüento de sensaciones encontradas. El ejercicio se habrá repetido una o dos veces más, con Freddy recurriendo a la misma técnica, porque ella lo toleraba como parte del abismo al que pueden llegar los cuerpos. Pero cuando descubrió una suerte de obsesión creciente, en la que eso era lo único que lo estimulaba, comenzó a sentir miedo y a tomar distancia. En el último encuentro, intuyendo quizás que no habría futuro, Freddy la forzó como un enajenado y trató de sodomizarla. Betsaida aún lo recuerda porque le mordió los brazos para apartarlo. Esa es la imagen que la habita, esa es la imagen que teme revivir en cualquiera de las esquinas de Río Chico.
Hasta aquí –parece decir el guerrero– llegan las artes del espadachín. Y para dejar muestra de ello, culmina su faena clavando con una daga el brazo desprendido en el árbol de la meseta, como figuración mayor de lo que les espera a quienes atenten contra los designios del emperador. Es el espadachín manco el que ha caído de rodillas y no el guerrero. Es el espadachín manco, en cuya entalladura ha quedado un círculo rojo de tejidos y venas tronchadas, el que ha caído en medio del fulgor que exhibe el ocaso. La sangre sale a borbotones, como si el corazón no supiera que ya no debe bombear, y el espadachín pierde el conocimiento. Los ayudantes vienen en su auxilio y le tapan la herida con gasas que absorben la sangre.
Encienden las luces de la sala. Y las encienden no porque la película haya culminado –como casi todos creemos, incluidos los vociferantes– sino porque el primer rollo ha llegado a su fin y hay que montar el segundo. “Aguántense ahí –dice el operario, asomado por el hueco de proyección–, que esto no se acaba.” Estábamos tranquilos, subyugados por la historia: Vicente particularmente impactado por la escena en la que el espadachín pierde el brazo (la pasaban en cámara lenta, una y otra vez y desde diferentes ángulos, como para magnificar la crueldad) y Álvaro confundido al no distinguir si la razón estaba del lado del imperio o del solitario rebelde. Andrés, sin embargo, aunque entretenido, estaba como inquieto. Ya me había susurrado que tenía calor, que quería salirse un rato, que se iría a la plaza a tomar un poco de aire. Pero en verdad –me lo confesaba luego–, mientras nosotros veíamos el final de la película, él podía escaparse hasta la casa de la morenaza, que no quedaba lejos de allí, para ver si corría con la suerte de encontrarla.
Apenas oscurecen la sala, Andrés sale agachado, silenciosamente, mientras en la pantalla el espadachín entra (también silenciosamente) a la casa del guerrero. Ni elegidos ni sirvientes advierten ese paso de seda que ni siquiera perturba al aire. Han pasado cinco años después del legendario combate y el espadachín se ha refugiado en su lugar de origen (ese lejano oriente del imperio) para entrenarse en el arte de manejar la espada sólo con la mano izquierda. Tiempo de depuración, de desprendimiento, de concentración absoluta, de exigir de su cuerpo el olvido, han borrado todo orgullo, todo afán humano. Bebe sólo agua, se alimenta del aire, suda el rocío mañanero, duerme en perfecto equilibrio sobre una soga tendida entre dos árboles, viste un hábito de tejido ligerísimo, indescriptible.
Andrés no sale a solas del cine. Detrás se le va uno de los jóvenes de coraza, uno de los vociferantes. Es un muchacho moreno, alto, con una cachucha roja que le oscurece la cara. Da vuelta en la esquina, justo al mismo tiempo en que el espadachín entra al cuarto del guerrero. Remonta la calle que es ya la de la morenaza y el joven sigue atrás, subrepticiamente. “¿Estará Betsaida?” –es la pregunta insistente que se hace Andrés. Faltándole tan sólo una cuadra, el guerrero se despierta con una daga al cuello y reconoce el rostro del espadachín. Se aparta de la cama y deja que el venerable tome su espada de ébano. Andrés apura el paso mientras el joven saca una navaja del bolsillo. Embiste el guerrero con su arma portentosa, de innumerables filos, cuando Andrés llega a la puerta de Betsaida. Toca el timbre y el espadachín es imbatible: pelea con una sola mano pero con artes de malabarista, espadas que va tirando al aire y luego recoge. Toca el timbre y las secciones filosas del guerrero no lo alcanzan. Toca el timbre y el joven lo domina desde atrás, lo estrangula con un brazo, le pone la navaja al cuello: “Quieto, becerro, que Betsaida no está.” La daga que el espadachín hunde en el vientre del guerrero era la misma que en el árbol de la meseta sujetaba el brazo perdido. La navaja que el joven hunde en el vientre de Andrés era el mensaje de Freddy para Betsaida y Andrés no tenía por qué saberlo: “Ese es mi culo, galán. Así que cóbrate.”
Lo encontramos finalmente en la sala de emergencias, después de mucho buscar. Los viejos de la plaza lo habían recogido, inconsciente, de la calle y llevado al hospital. La misma Betsaida lo había visto llegar, malherido, como una premonición, como la imagen que temía revivir en cualquier esquina de Río Chico. Por eso lo atendía con esmero, por eso lo suturaba con dedicación. “Hablaba con monosílabos” –recordaba Andrés después de recuperar el conocimiento, tratando de identificar al agresor. Y yo pensaba, al verle la herida, en aquella otra herida del pie –la piel vuelta hilacha–, cuando también tuvo que venir a la sala de emergencias.
Del libro Fractura y otros relatos (Random House Mondadori, 2006)