Manifiesto ficticio, por José Balza
20/ 04/ 2013 | Categorías: Herramientas, Lo más recienteEn 1917 inició Julio Garmendia la publicación de sus relatos perfectos y proféticos. Ellos no sólo se incardinan a la más fascinante tradición narrativa uniersal, sino que proponen cuanto será -hasta hoy- el corazón de la ficción en América Latina.
Nacido el 9 de enero de 1898 en una hacienda cerca del poblado de El Tocuyo (famoso por sus pintores coloniales), Julio Garmendia sólo nos deja vislumbrar en su discretísima biografía que amó desde niño los libros y los vegetales; que fue llevado muy temprano a Caracas y aún adolescente decidió sus colaboraciones literarias con un importante periódico. En 1923 comienza su largo viaje de diecisiete años por Europa. Publica en París un primer libro de relatos, La tienda de muñecos (1927); y otro en Caracas, La tuna de oro (1951). Después de su muerte, en 1977, uno de sus más hondos estudiosos, Oscar Sambrano Urdaneta, ha publicado otros dos breves volúmenes misceláneos, con materiales escritos, en su mayoría, entre 1917 y 1924.
Una de las necesidades para la ficción, allá en sus remotos orígenes milenarios, fue el deseo de cubrir la realidad. Así, al intentar explicar, por ejemplo, las cosechas, este fenómeno tan inmediato se convirtió en un mito (Perséfone, para los griegos; Los hombres con carne de maíz, para los mayas). Cuando de los mitos derivó la literatura, ya la fantasía era una ingrediente imprescindible en su composición. Hasta tal punto que, con los siglos, la narrativa sólo obedece a un mandato: el de ser ficticia.
Hubo (y habrá) sin embargo autores que pretenden copiar lo real; lo cual constituye paradójicamente uno más, entre los impulsos narratorios.
La fantasía como espejo del mundo -que es de alguna manera el estado natural de lo ficticio- puede a veces alcanzar sorprendentes potencias en sí misma. Y eso cumple el más filoso y extraño gusto por lo imaginario: ocurre cuando lo narrado se autovigila, cuando se desdobla o cuando revela sus secretos mecanismos de encantamiento. Recordemos el intrigante poder de Scherezade (y su lógico deseo de incluir su historia dentro de las otras); la manera como Bernat Metge se introduce dentro de su propio sueño; la lectura que Don Quijote hace de El Quijote, para no abundar, los prodigios de Akutagawa en Rashomon. Al final de tal voracidad, sólo nos queda adivinar que la cúspide de este deseo -en la ficción- sería el hallazgo de un cuento que se cuente a sí mismo.
Eso fue lo que lúcidamente cumplió Julio Garmendia hacia 1920.
La literatura venezolana del siglo XIX no está muy alejada de cuanto ocurrió en el resto del continente, aunque obviamente no produjo texturas tan encendidas como El matadero de Echeverría. Halla el brillante crítico Jesús Semprum una vivacidad y una profundidad admirables en los escritos revolucionarios de la Independencia, así como una gracia concisa en ciertos fabulistas populares (como Jesús María Sistiaga, 1823-1889) que se empeñan en «echar una densa cortina burlona» sobre el mundo imaginario de tantos débiles versificadores. Pero no vacila en reconocer Semprum que «el romanticismo americano fue imitación de imitaciones». ¿Qué decir entonces de la brutalidad naturalista con que se cierra el siglo?
Este panorama, junto a una desagradable imitación de Darío (Díaz Rodríguez y otros) y ante el ascenso del criollismo, es lo que rodea a Julio Garmendia en las primeras décadas de su vida.
La tienda de muñecos se publica, hemos dicho, en 1927. Veinticinco años habrá de esperar libro tan original para una segunda edición. La tercera es de 1970; y para entonces se inicia en Venezuela el reconocimiento unánime (de crítica y público) a Julio Garmendia. Ese ágil (también divertido, persuasivo y misterioso) volumen trae en sus páginas un texto inexplicable: el relato «El cuento ficticio».
Su ejecución y su trama nos muestran, en cristalina prosa, la presencia de un entusiasta protagonista: el cuento, el legítimo descendiente y heredero de la especie ficticia, luce sus características actuales y la tradición a la cual pertenece. Explica los motivos de su empresa y sus planes para lograrla: quiere luchar contra todo lo que parezca permitir la intromisión de la realidad en el mundo de lo ilusorio. El protagonista convoca a sus semejantes o compinches, y los invita a devolver su pureza al mundo irreal.
Todo relato es a la vez una arenga y una confesión: la búsqueda de la dignidad y el absoluto para el reino de lo improbable, de lo utópico, de lo fabuloso, de lo irreal. Tanto el vigor del protagonista como lo inminente de su acción nos dejan, al terminar el texto, con la impresión de que el cuento ficticio ganará su batalla contra la realidad.
La tersa, fresca elaboración de su anécdota hace que el texto sea asimilado de inmediato como un cuento. La extrañeza que nos impone su personaje principal (el cuento, en vez de un leñador o un perro), desaparece apenas aceptemos que, como algún otro luchador, este también se ha planteado una tarea significativa. Por otro lado, un grano de humor parece recorrer las fibras secretas de tan perspicuo protagonista.
El tono de la escritura, sin embargo, parece inclinarse de repente hacia lo programático o hacia el ensayo. El personaje nos está proponiendo un tema literario, pero ese tema es a la vez su autobiografía. Bastará un pequeño sesgo en la actitud de quien lea, para que el carácter narrativo se transfigure en aura reflexiva. El texto, entonces, deja de ser sólo una narración para convertirse en un manifiesto o en una momentánea encarnación de lo teórico.
Veremos así que existe -en «datos, memorias, testimonios y documentos»- todo un universo para la «latitud de lo ilusorio». Aunque haya «gruesos volúmenes» o «personajes voluminosos» que se asientan gustosamente en la realidad, nada puede compararse con el país de lo ficticio. La salvación y la grandeza de todo personaje narrativo consisten en alcanzar la totalidad de lo irreal. Para eso hay que «desandar la realidad» y entrar en el «dominio de los cuentos imposibles, inverosímiles y extraordinarios».
Tal «marcha o viaje, expedición, conquista o descubrimiento» representa la magna aventura de «la ciencia estudiada o el arte no aprendido»: un proceso literario, a «donde hemos de llegar un día u otro, hoy o mañana».
La narración expuesta por el cuento se nos ha convertido en un análisis de cómo debe ser la ficción. Si recordamos ahora los estragos que el criollismo y otras variaciones realistas imponían) a la escritura en América Latina, ya podemos imaginar qué audacia y qué exigencia representaba en Venezuela (o en el continente) un texto como el de Garmendia. Curiosamente esta profecía no surge en el vacío: ella anticipa lo que de mnera exacta comenzará a producirse entre nosotros años más tarde. Borges, Cortázar, Guimaraes Rosa parecen acoger en su narrativa casi milimétricamente los territorios demarcados por Julio Garmendia.
Este cuento de La tienda de muñecos -como toda la obra de Julio Garmendia- parece desobedecer la concepción de Juan Bosch: «En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de semiincosciencia». Porque Garmendia no sólo ha vigilado exhaustivamente temas, estilo y composición, sino que con El cuento ficticio salta desde la concepción de su propia obra hacia la comunicación subterránea con lo que será la ficción entre nosotros. O, dicho en palabras de Harold Bloom, el yo del cuento ficticio sabe que «tanto el yo como el lenguaje son ironías, pues dicen una cosa o algo queriendo decir otra…».
Ya el crítico Domingo Miliani ha detectado las filiaciones simultáneas entre Garmendia, Roberto Arlt y Felisberto Hernández. Pero el texto de El cuento ficticio encuentra su primera circulación profunda en la propia Venezuela, donde a partir de 1928 el grupo Válvula se declara «con esperanza y sin caridad», para utilizar un único concepto en la creación: «el de la sugerencia». Diez años más tarde, la Revista Nacional de Cultura, concibe le futuro como un «espacio», espacio para la escritura, donde lo inminente no impide desconocer que «cuando no podíamos convencer a los vivos, dialogábamos con los muertos». y ya en la década de los 40, es moneda habitual, según Seymour Menton, que «En la literatura, el efecto mágico se logra mediante la yuxtaposición de escenas y detalles de gran realismo con situaciones completamente inverosímiles». Lo demás, ya lo hemos sugerido, es el Borges que arranca con Historia universal de la infamia, el Cortázar fantástico, Pedro Páramo, Carpentier, tantos otros.
Leído desde la perspectiva de El cuento ficticio, un libro como la antología El cuento hispanoamericano (1964) de Seymour Menton se nos vuelve a la vez retrospectivo y profético. En él se acogen todas las gradaciones de nuestra ficción: lo romántico, el realismo, el naturalismo, lo modernista, el cosmopolitismo, etc. Personajes -«héroes y heroínas, protagonistas, figuras centrales y figurantes episódicos»- y ambientes, sucesos e invenciones: todo se reúne en un mismo reino: el de la escritura. Al conectarse indirectamente con la geología del cuento ficticio, Menton recoge aquella ambición utópica que animaba a nuestro protagonista. Y guardar afinidad con el cuento ficticio de Garmendia es relacionarse con la más pura tradición de lo irreal.
Pero haber concebido tal antología en 1964, cuando la actualmente caudalosa literatura latinoamericana apenas era visible en el mundo, fue simplemente un maravilloso gesto de audacia y profundidad. Era adelantarse -con hechos: o documentos, como diría Garmendia- a las décadas inmediatas. La antología de Menton se instaura así como el primer y totalizador cuerpo de nuestra ficción breve en la modernidad. O, dicho por Julio Garmendia, sigue siendo nuestra mejor guía para ingresar a «los reinos desconocidos, cuyo nombre ignoro».
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