Como Bombay no hay, de Luis Felipe Castillo

07/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos

A Francisco Massiani, por supuesto

Alejandro es un imbécil, definitivamente, un imbécil.

Una noche, con muchos tragos encima, cometí la estupidez de invitarlo, para cualquier momento en el futuro, a mi casa.

Al día siguiente me levanté temprano. Luis José, mi sobrino, tiene dificultades en matemáticas y, qué carajo, soy su tío. Así que a pesar de lo confundido que puede estar alguien a quien el alcohol se le está evaporando en las venas, me di un baño y salí.

Cada vez que mi sobrino me pide que lo ayude en una materia, nos encontramos en la biblioteca que hay en la Plaza de Chacao, junto al mercado. A los dos nos agrada el lugar. A mí, porque, mientras Luis José resuelve sus ejercicios, puedo mirar los libros; a él, porque estoy seguro, le gusta una muchachita que va a hacer sus tareas allí.

Esa mañana, al tiempo que explicaba con toda la calma posible las propiedades de la potenciación de números racionales, descubrí, en el espacio dedicado a la literatura venezolana, un ejemplar de Las primeras hojas de la noche. Aunque siempre que voy al sitio reviso con cuidado los estantes, nunca había visto ese libro.

Yo admiro a Massiani. Piedra de mar estuvo ligada a mis iniciales noticias de la piel, a mis primeros amores, fracasos e intentos de suicidio. Al igual que su protagonista, varias veces soñé que al llegar a una librería y apenas me paraba frente al anaquel, reconocía mi diario. Entonces, lo tomaba aterrado y leía el comienzo: «Estoy en el cuarto. Me volví tren». Siendo adulto cayó en mis manos la compilación de los cuentos de Massiani que agrupa sus dos volúmenes de relatos, Las primeras hojas de la noche y El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes Luego de leer «Un regalo para Julia», «No era nada», «Quizá la lluvia», «En el rincón más solitario que hay en ti», «El llanero…», «El boquete en el muro», me dije que Salinger era muy bueno, tan bueno como Massiani, y que, no obstante Raymond Carver, el minimalismo lo habíamos inventado en Venezuela.

Aunque busqué en remates, en cada sucucho en el que podía existir la posibilidad de encontrar Las primeras hojas de la noche, nunca lo hallé. Así, en el momento en que pude descifrar, en el pequeño lomo, ese título, estiré el brazo y lo tomé.

El fondo morado claro de la portada me pareció una carretera de asfalto fundida por el sol. De inmediato, decidí robarme el libro. «Sería bastante fácil», me dije —sólo un empleado cuidaba la sala—; pero después deseé que otra persona pudiera experimentar el placer que yo sentí cuando lo abrí… y otras pajas por el estilo.

Luis José me interrumpió. No comprendía las operaciones con exponentes negativos. Entonces aproveché y le expliqué, de nuevo, las propiedades de la potenciación y lo ayudé a resolver varios ejercicios. De esa manera, creí, podría reservarme unos minutos con Massiani.

No sirvió de mucho. Sólo pude ojear páginas saltadas, al azar. Era imposible concentrarme. Apenas avanzaba unas líneas, Luis José exigía que le corrigiera un problema, o yo veía que estaba cometiendo un error.

Resignado, dejé de leer. Sin embargo, puse el libro a mi lado, eso sí. Y cada vez que pude, toqué su carátula, olí sus páginas, busqué, hasta encontrarla, una frase que fuese tan pesada como una desgracia y tan flexible como el amor.

Ya en mi casa después de saludar a Claudia, fui al estudio y agregué mi nueva adquisición a todo lo que tengo de Massiani: las ediciones originales de Piedra de mar, del Llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes, de Los tres mandamientos de Miterdoc Fonegal más la compilación de relatos publicada por Monte Ávila.

Quien sabe por qué no leí «Un regalo para Julia» o «No era nada» o algunos fragmentos de Piedra de mar, sino que me senté a revisar «El rincón más solitario que hay en ti», un texto menos «famoso» que los otros.

Al final del cuento, el personaje que, en su confusión, narra cómo descubre que a la muchacha de la que está enamorado, se la coge otro tipo, dice: «Tú preguntas ¿qué paso en el garage? ¿Cómo terminó? No importa como haya terminado. Piensa que María me gustaba mucho. Piensa que si estaba ahí, era porque en el jardín la sorprendí buscando la mano de Joaquín para tomársela…» Y luego agrega: «Fui a ver si me perdía del todo, a ver si en el rincón más oscuro de todos…, en el rincón más oscuro de mi cuerpo, podía haber un olvido tan grande que ya no supiera nada más de mí» Comprendí, entonces, que alguien que se expresa con el lenguaje silencioso del alma es un afortunado.

Por supuesto se lo comenté a Claudia. Dije lo de siempre. Que somos excesivamente mezquinos, que nunca aceptaremos que un venezolano sea capaz de escribir una vaina que valga la pena. Que, en el caso de las mujeres no sabía cuál era la razón, pero que en el de nosotros, los hombres, después de haber oído negar a tantos autores, estaba convencido de que se trataba de un problema en la virilidad —sí, en la virilidad y no de virilidad—, que consiste, supongo, en un empequeñecimiento del miembro cuando se admite que otro puede producir algo de valor.

Molesto conmigo por haberme exaltado y por vivir en el país que vivo, salía a dar unas vueltas. Además tenía que hacer compras y arreglar una falla en las luces del carro.

*

Cuando regresé, al final de la tarde, Claudia me dijo que Alejandro había llamado y que vendría a eso de las nueve.

Le pregunté a cuál Alejandro se refería.

Y ella me respondió:

—Tu amigo, ése con el que de vez en cuando te echas tragos.

Realmente yo sólo me quería acostar, ver una película que había sacado en el video club y, más tarde, sumergirme en las piernas de Claudia. por eso protesté, casi grité:

—No puedo, estoy cansado, no quiero beber. —Él dijo que tú mismo lo habías invitado —explicó Claudia.

Me quedé callado y me fui a duchar.

*

Alejandro llegó a las nueve en punto.

Sonreí cuando le abrí la puerta y lo invité a pasar. Sonreí cuando levantó una botella de vodka que traía bajo el brazo.

Y fue como siempre. Para hablar tenía que hacer valer mi derecho de palabra, porque Alejandro no le da espacio de conversación a nadie. En un momento me paré y fui a la computadora a mandar unos mensajes electrónicos y librarme de la asfixia. Envié dos. En el punto en que iba a escribir el tercero me dio dolor con Claudia y volví a la sala.

No creo haber tardado más de quince minutos, veinte quizás. Sin embargo la soberbia de Alejandro había llegado a tanto que Claudia se comía las uñas luego de tres meses sin hacerlo.

—Le contaba a tu mujer acerca de los cuentos que estoy leyendo para el concurso de El Nacional.

—Ah, qué bueno —le dije—. ¿Qué tal?

—Una mierda.

—¿No hay nada que te guste?

—Es la segunda vez que leo el paquete… Si yo hubiese participado, seguro gano.

—…

—¿Qué opina el resto del jurado? —intervino Claudia.

—Ellos tienen sus candidatos… A mí no me convence ninguno de los textos que han sugerido. Si fuese por mí lo declararía desierto.

—Sería la primera vez en mucho tiempo —apuntó Claudia—. ¿No?

—Sí, y yo me daría el gusto.

Así fue toda la noche.

Llegamos, incluso, a escuchar el argumento de su próxima novela. Casi en seguida nos contó sus planes de internacionalización. Después habló de otros escritores, amigos comunes. Y, como tenía que ser, en determinado instante, disertó acerca de «lo baladí del trabajo» de cada uno de ellos.

—No hay densidad, no hay búsqueda…

Pensé que si en lugar de «trabajo» hubiese dicho «oficio» lo habría botado de la casa, pero se salvó, dijo trabajo. Por fin fue un poco, un poquito, menos petulante.

Claudia y yo estábamos cansados de tantas pendejadas, sobre las que ni siquiera podíamos opinar. Por eso me paré nuevamente y fui al baño. Prefería respirar meados que seguir oyendo a Alejandro. También pensé que ese era mi castigo por haberlo invitado.

Ya de vuelta, aproveché un silencio para contar lo que me había ocurrido durante la mañana, en la biblioteca, mientras le explicaba matemáticas a mi sobrino.

Cuando me preparaba para decir que Massiani, además de divertido, era profundo, cuando iba a decirlo, Alejandro me interrumpió.

—Yo creo que Massiani es muy superficial. Me quedé con la boca abierta. Vi a Claudia, quien en su ansiedad no pudo más que abrir los ojos.

—Carajo —logré articular.

Decidí no escucharlo más. Entonces puse música y fingí prestar atención a la «charla». Tengo que reconocerlo, Claudia se portó muy bien. Fue capaz de aguantar la avalancha con serenidad. A veces, hasta sonrió.

Con la excusa de servir unos tragos, Claudia y yo nos fuimos a la cocina.

—No lo soporto. Es un creído. Sabes, está buscando una beca para escribir. Le dije que la Fundación Fulbright las da. ¿Y sabes qué me respondió? Que odia a los gringos. Le dije que sí, que los gringos son insoportables, pero que lo importante son las condiciones que ofrecen; o sea, dinero, bibliotecas, tranquilidad. ¿Sabes qué me respondió? Que eso no es fundamental.

—¿No es fundamental? —exclamé yo.

—Te das cuenta —dijo Claudia.

—Está loco.

Teníamos mucho rato en la cocina así que tuvimos que volver al recibo.

Le di su vaso a Alejandro. Claudia ocupó la mecedora.

Sin saber por qué dije:

—Las Fulbright son una buena opción.

—No, vale —contestó—. Se lo comenté a Claudia. No quiero ir a Nueva York, Boston o a un pueblito gringo.

—Chico, vas a escribir. Además, te van a a pagar. Vas a estar tranquilo.

—No, quiero ir a Bombay.

—¿Adónde?

—A Bombay —repitió.

Yo iba a preguntar qué tiene que ver el culo con las pestañas. Que si era por la práctica de la pobreza para eso teníamos en Venezuela. Me pregunté un poco de vainas más, por supuesto, confundido, asombrado. Es cierto, quizás la experiencia de ir a Bombay sea valiosa, pero yo estaba seguro de que Alejandro únicamente quería tirárselas de excéntrico.

«¿Te has convertido al misticismo?», le iba a decir. Pero Claudia se me adelantó y tarareó, con sonsonete de cuña publicitaria:

—Claro, es que Como Bombay no hay.

Del libro: El placer de la falsificación (Memorias de Altagracia, 1998)

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