Él fue su único novio, de Lidia Rebrij

16/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

abandonadaI

Para Gladys Ochoa el amor era eso: la casa limpia, pulcra, decente, los hijos esmeradamente alimentados por ella, con ansiedad de madre, con cariño de madre, con dedicación de madre, el esposo pulido como la casa, con exigencias de hombre cada tanto (por suerte cada vez menos), el apartamento, el televisor, las facturas por pagar y que se pagan justo a tiempo, una a una, regularmente, alguna amiga, y uno que otro familiar cercano.

Hasta allí llegaba la generosidad de su amor.

Se levantaba temprano: «el desayuno todavía no está preparado, y me parece que hoy no hay leche», camina con un vestido lleno de botones por delante: en fila india, blanco este botón, y partido a un costado este otro.

El cabello se le desliza de cualquier manera sobre la cara: «¿para quién me voy a arreglar, si él no está, nunca está, o mejor dicho, está y no está?». Va poniendo las tostadas sobre una bandeja, «¿dónde habré puesto la mantequilla?…»

Saca y pone, levanta, arrima, ubica, traslada, ensucia y limpia, mientras trata de no pensar, de no abarcar ese espacio nupcial suyo de esposa abandonada, descuidada, olvidada, relegada y llena —sonrió con amargura— de polvo de olvido. «Sí, eso —me dice—, usted que está escribiendo esta historia, ponga que estoy llena de olvido».

Le sonrío y escribo su soledad que le deshilacha el ruedo de la bata, que le resalta la pintura descascarada de las uñas —»como la pintura del techo del baño, que él no mira, que él no ve, porque entra y sale y no ve nada, no siente nada. Antes sentía —murmura Gladys detrás de una tostada oscura y una mantequilla rancia y amarilla— ¿qué cuándo fue?, fue hace mucho, mucho tiempo, claro. Fue cuando yo tenía un cuerpo que sentía, ¿que qué sentía? a él, a mi esposo lo sentía. Ahora ya no, pero hubo un tiempo en que su cuerpo era todo mi mundo».

II
Anoto su posición vencida, sus ojos amarronados, ese aire de ya no gustarse ni a sí misma, de derrota entre la ropa, aunque esté recién comprada, de derrota en la almohada, y en la mirada de los hijos.

Sus hijos, «sí, mis hijos, anote eso también. A los dos. Los quiero, me quieren, pero no puedo dejar de pensar que soy mamádameplata, mamácómpramesto, mamállévame, alcánzame—hazme, mamápollo, mamábistec, mamáhuevofrito, mamáplánchamelávamesécamemamámamá, mamá, ma…Y yo todavía me acuerdo cuando eran niños». Y ella se acuerda. Se sienta, la mirada perdida, la mano bajo el mentón, mamá recuerda.

«Ahora es diferente». Se levanta y se sacude los cabellos. Algunos le cubren la frente. «Ahora es diferente, mire, sólo me buscan por necesidad. Aunque…» perdida, se diluye en explicaciones que se reducen siempre al deshilachado ruedo del vestido.

III

Gladys cierra la puerta, pregunta la hora, acomoda el periódico y quita maquinalmente una hoja seca de una enredadera.

No sabe. «No sé, me dice, por qué a veces tengo esta tristeza, esta sensación de angustia. Si por lo menos él…»

Él que un día tuvo un cuerpo que era todo el mundo de ella, se acerca a la puerta, distraído, desganado, preocupado, ¿otra vez? la interroga mudamente con los ojos, y se desprende de sus manos una sensación de resiganado cansancio… sí, y el «otra vez»: se le devuelve hecho noticias en las páginas de economía, de sucesos, de farándula del periódico.

Ella lo atisba por encima de los ojos resignados, de sábanas limpias, de su cuerpo limpio como su mamá le había enseñado, limpio cada pedazo, cada trozo, que no quede nada, nada sin lavar, sin lavar la vagina, los labios de afuera, los de adentro, el pequeño trozo de carne que resguarda el clítoris, limpio el vello del pubis, el tajo de las nalgas, limpios los senos, los pezones, las axilas, limpias las orejas, los lóbulos, y los agujeros de los lóbulos limpios con una aguja que los limpia de la suciedad de los zarcillos, limpia, así, con olor a limpia, nada que recuerde a un animal, limpia y casta, castísima, disimulando hasta el momento de la rendición final, de la caída, cualquier deseo malsano, cualquier llamado del cuerpo, cualquier latido de los sentidos, cualquier cosa que haga pensar en una fiera que acecha al menor movimiento del hombre, así, disimula, disimula y recuerda que «eso» se hace siempre de la misma manera, nada de cosa raras, ni de besos raros, acuérdate del Pecado, del pEcado, del peCado, del………..

IV

Gladys se acuerda del pecado y de su madre, y por eso le pone velas, «pobrecita, ya tiene cuatro años de muerta, agradecida es que estoy, sí, claro que ella me enseñó eso, que el pecado y el amor no van juntos, por eso y por todo le estoy tan agradecida».

«Mire, ponga por favor que mamá murío de cáncer de útero, después de haber sufrido tanto, después de haberla cuidado yo tanto, después de haberle rogado a José Gregorio, pero qué se le va a hacer, se murió».

La madre de Gladys se dirige frente al espejo, y le habla a Gladys—niña, «el calor de los hombres le quita la juventud a la mujer. Por eso no quiero que bailes con ellos, no te les acerques mucho».

Gladys, que por aquel entonces tenía los ojos «así de grandes, no como ahora, que se me cayeron los párpados y me llené de patas de gallo», asentía en silencio, la escuchaba en silencio, la adoraba en silencio, como amó en silencio al señor Ochoa, Eugenio Omar Ochoa desde el día en que lo vio. Lo vio y lo miró en silencio. A su lado, la mamá severa, la miraba. Ese fue otro día más que la acercó a la muerte que después le sobrevendría, cruenta y dolorosa: «en el útero, sí, usted sabe, fue todo tan terrible…»

Pero la mamá de Gladys de todos modos se murió, y ahora le pone velas todas las noches, porque se acuerda de sus consejos, y le agradece «desde el fondo de mi corazón todo lo que por mí hizo. Eso sí, nunca me dejaba salir. Me cuidaba. No tampoco fui a la escuela, sexto grado sí, pero el resto fue aprender a lavar, a planchar, a cocinar, a zurcir», a esperar todas las tardes al señor Eugenio Omar Ochoa, que por aquel entonces, cuando Gladys tenía doce, trece, catorce, quince años, ya tenía los veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, y tenía un empleo, y ganas de conseguirse una mujer, alguien que lo ayudara con la tienda que pensaba montar, cuando lagrara reunir, cuando pudiera juntar, cuando alcanzara…

V

Montó, logró reunir, juntó y alcanzó no sólo para la tienda, sino también para este bienestar que los rodea de videos, de carros nuevos cada dos o tres años, de buen apartamento (propio, claro), de buena ropa, de buen colegio para los hijos.

«¡Ah!, los hijos, ponga, ponga que yo los quiero y que me quieren». Sí, señor Ochoa. Eugenio Omar Ochoa quiere y es querido por sus hijos, «pero sabe usted, a veces siento que no están muy cerca de mí, claro, es otra época. A su edad, yo estaba muy pegado a mi padre, adoraba a mi madre y visitaba a mis abuelos. Pero la juventud…»

La juventud del señor Ochoa se fue hace rato, junto con los últimos mechones negros de su cabello. Ahora, un canoso matizado con risos oscuros sobrelleva una cabeza repleta de números, de compro y tengo, doy y retengo, resta tanto, existe tanto, tanto, tanto que se le olvida a veces que una vez quiso, cuando era niño, hacerse unas alas de cera para volar por el corral. Se rompió las dos piernas, por eso le quedó la cojera, ¿no?, pero ¿ah!, fue todo tan mágico. La madre del seño Eugenio Omar Ochoa murió después del accidente. Pero ahora se le acerca despacio y apoya, preocupada, una mano leve sobre la frente febril del hijo. Eugenio—niño se queja débilmente, el padre entre furioso y alterado va y viene por el cuarto.

Su esposa, la madre de Eugenio Omar, lo quiso siempre, lo amó siempre, y se murió mirando a su marido.

Ahora, el señor Eugenio Omar quiere un amor así, etéreo, casi inconsistente, como aquella mano ligera que le acariciaba la frente. Su esposa debía ser eso, porque para «lo otro» estaba las otras mujeres.

Como Maragarita, como Esmeralda, como las chicas que había conocido hace un tiempo, y ellas, bueno, ellas tenían unas grupas grandes, una piel dorada que le provocaban una sensación oscura que lo sacudía cuando las volteaba sobre los lechos con sábanas siempre olorosas a jabón barato, con el perfume a palitos de incienso que él respiraba a grandes bocanadas, «después, después», después de todas las veces que todavía podía, que todavía llegaba a sentir, a convertirse en ese animal jadeante, abrazándose a tanta carne indefensa.

«Pero con Gladys no. Por favor. ¡Si usted supiera! Gladys es una santa, qué se le va a hacer, la mamá, mi suegra, que Dios la tenga en la gloria, la crió así, que los hombres le quitaban la juventud a las mujeres y no sé cuántas tonterías más sobre el pecado y otros cuentos.

Lo cierto es que Gladys se lo creyó, y bueno, ahora yo también creo que es mejor así, después de todo, Gladys es una señora, sí, mi señora, mi esposa, mi mujer, nos casamos por la Iglesia, mire esta es la foto del matrimonio, el niñito de aquí, el que está al lado de Gladys se murió de una meningitis fulminante al día siguiente de la boda. Nosotros nos volvimos de la luna de miel, era mi primo, ¡el pobrecito!».

VI

Gladys se acerca al espejo, se suelta las peinetas que le retienen el cabello a los costados, se desabotona despacio el vestido, un botón después de otro, este blanco, este roto en un costado, uno a uno, se lo quita y lo deja caer al suelo, se quita el corpiño, mira los pechos albos, limpios, relucientes como peras frotadas con un paño, se quita el último reducto de su pudor siempre renovado. Se queda desnuda, desnuda frente al espejo, y se mira, todavía se está mirando cuando entró al cuarto la hija, la menor de los dos.

Mamá. Ella voltea el rostro cuajado de lágrimas, y se ve en su hija, cuando tenía doce, trece, catorce, quince años, y se ve mirando a su madre frente al espejo, y entonces gravemente, le dice: «hija mía, ¿sabes?, cuando yo tenía tu edad, mi madre, tu abuela, me enseñó………………………» y yo, con toda diligencia, escribo.

 Del libro: El dorado vino de tu piel (Fundarte, 1990)

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