La diversión de los gatos, de Fedosy Santaella

15/ 01/ 2013 | Categorías: Cuentos
“En otro tiempo estás. Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño”.
JORGE LUIS BORGES, A un gato.
I

 

Como todos los días, salto del cojín de la silla que está frente a la computadora y, en competencia con el silencio del espejo, me traslado con exhuberante parsimonia del pasillo al cuarto. Situado en el postín de mi alcurnia felina, me quedo viendo la cama, haciéndola esperar el privilegio de albergar mi noble cuerpo. Mal que bien, doy el brinco y me acurruco en el colchón. Es el momento de hundirme en el olvido de la eternidad felina. Justo entonces, recuerdo mi correo electrónico vacío de respuestas, y vuelvo a ser un patético humano que, sin éxito, intenta perderse en el lejano poniente de los gatos.

Vuelvo el control remoto, el televisor, los muertos de la manifestación a las puertas del palacio de gobierno y los rostros que, a mandíbula batiente, señalan culpabilidades.

Es tan difícil ser como Hugo y Anita, tan complicado actuar como unas mascotas ajenas a un mundo donde su humano desespera en medio de la crisis nacional, sin trabajo y sin dinero. La soledad del apartamento me ha visto hacer el intento de abandonar la angustia frente al silente reclamo de las facturas de la luz y del teléfono; la vergüenza de no poder gerenciarme como el hombre de la casa; el tedio de enviar currículos y el lejano contacto de las llamadas a los viejos conocidos que te saludarán con afecto, que te dirán lo bueno que eres en lo tuyo, y que finalmente no te darán trabajo.

Envidio a mis gatos, ellos tan groseramente eternos y plácidos. A veces, me inclino a ser como Hugo, gato color ceniza, peludísimo, obeso y con cara de malhumorado lordinglés. Para mí, él vive en una isla abundante de lujosos almadraques y muebles de terciopelo; una caja fuerte de sombras y silencios, de temperaturas moderadas y con olor a cipreses, picadura de chocolate, caviar y salmón ahumado. En ocasiones, siento que tanta aristocracia espiritual es más una obligación que una ventaja; entonces, imagino los exóticos oasis de Anita, negra mestiza con orejas de murciélago y ojos de un verde brillante y sin fondo. Ella es la reina de las carpas, de las alfombras persas, de los narguiles y de los almohadones de plumas de avestruz. Su islote del desierto también huele a salmón ahumado; pero podría oler a pollo y a sardina, porque en cuanto al alimento ella no es exigente.

Si tan sólo supiera cómo llegar a estas ínsulas felinas para reposar con la mirada perdida en un Ganges etéreo, y volver únicamente cuando Taya arribe. Taya y su bote repleto de querencias.

Anhelo restregarme contra ella, maullarle por comida, ovillarme a su lado, hacer paticas contra su abdomen, y ronronear; yo sólo quiero ronronear. Pero hoy, como todas las tardes, cuando ella me llama moviendo las llaves y cerrando la puerta, a duras penas me arranco del televisor y salgo a recibirla con desgano.

Taya intenta darme un abrazo, pero yo la esquivo sin disimulo. “¡Caramba, ya pareces uno de tus gatos!” Pienso que si fuera uno de mis gatos ronronearía feliz con su llegada y buscaría carantoñas. Le pregunto cómo estuvo su día; ella me dice que bien (no me cuenta mucho, evita hacerme sentir mal), y luego me pregunta por el mío. Yo le respondo que hice un par de llamadas, que mandé unos cuantos currículos por Internet. No digo más y me voy al cuarto, dándole la espalda a su silencio compasivo. Desde la árida estepa de la cama, la escucho dando vueltas entre los trastos de la cocina. Unos minutos después tengo su voz en la puerta. ¿Quieres algo? Yo quisiera responderle que sí, que quiero que deje su trabajo, que se quede aquí conmigo, que nos dejemos morir en la cama, abrazados, rodeados de gatos que nos muerden los dedos, que nos sacan los ojos, que nos devoran en la canícula de la muerte… “No gracias, ya comí algo, no tengo hambre”, zurce mi boca, y Taya regresa a la cocina, cabizbaja, arrastrando su amor y su lástima.
II

Otra tarde más. Hugo y Anita están en el balcón sentados sobre sus patas posteriores, con el arrebato en los ojos y el instinto en los tendones. En la baranda, un pajarito se mueve inquieto y trina en un tono alto e intermitente; quizá intenta trasmitir un jeroglífico llamado de emergencia, o simplemente se burla de los gatos con sacudidas paroxísticas.

Hugo da un salto. El ave resulta ser más rápida y escapa ilesa. Los gatos se quedan en el balcón, esperando la vuelta de su burlador.

Como a las seis y media, Taya irrumpe con un alboroto. Me cuenta que abajo, en las escaleras del edificio, encontró a un pajarito; está enfermo o mal herido. ¿Será el mismo del balcón?, me pregunto, ¿será que los gatos sí lograron herirlo? Taya me ordena, me ruega, se desespera. El pajarito no se puede quedar allí, un perro del vencindario, uno de esos caniches de apartamento podría encontrarlo y hacerle daño. ¡Vamos, vamos! Busco una manta y bajamos al rescate.

El pajarito se ve tan pequeño, tan frágil. No sé si es el mismo que estuvo en el balcón. Este pareciera ser un pichón, quizás la cría del otro. Le lanzo la manta. Ya lo tengo en mis manos. Taya me ruega que lo trate con delicadeza. Subimos. Lo reviso, extiendo sus alas, lo veo por debajo; aunque no soy experto en aves, dictamino que todo está bien. A Taya se le ocurre meterlo en una caja de zapatos y darle arroz y agua hasta que vuelva a pararse en las dos paticas que esconde entre su plumaje hinchado. Admiro la certeza con que mi mujer habla de la recuperación del gorrión, admiro su fe en la vida, su voluntad samaritana. Sobre la caja, a manera de tapa, colocamos una malla plástica de esas donde vienen las naranjas. Con el fin de evitar una mortal intervención felina, guardamos la caja en la regadera del baño de visita y pasamos la puerta rodante.

El resto de la tarde transcurre sin sobresaltos. Cenamos, lavamos los platos y nos vamos al cuarto. Enciendo el televisor; está puesto el canal de noticias, el mismo que veía esta mañana, al mediodía y cuando Taya llegó del trabajo. Los voceros de la oposición dicen tener pruebas de que los francotiradores que arremetieron contra la marcha pacífica son del gobierno. Por no dejar, paso al canal del Estado; los voceros del gobierno aseguran tener pruebas de que los francotiradores que arremetieron contra la marcha son de la oposición. Taya se enoja, me ruega que deje de ver tantas noticias, que me estoy volviendo loco. Yo me siento tentado a responder con acritud, pero evito el conflicto y busco otro canal. Me quedo con Seinfeld. Está empezando el episodio. El comediante, frente a su público de cabaret, se pregunta por qué las pijamas tendrán forma de traje ejecutivo, con puños y bolsillos de pecho incluso; también se pregunta por qué debemos ir a la urna con saco y corbata, por qué debemos ser enterrados en ropa formal.

No termino de ver el episodio, me quedo dormido y sueño con gatos salvajes que corren a través de la espesura y alcanzan un campo llano, sembrado de cientos de huecos de cementerio. Apenas los gatos toman el paraje, se desborda una avalancha de risas enlatadas, como si se estuviera representando una escena sobre un plató de comedia televisiva. Los gatos asoman sus narices en los agujeros, olisqueando el jolgorio de los pájaros que rebullen dentro de los ataudes abiertos. Un disparo estalla en el aire (más risas, ahora como carcajadas de payasos enloquecidos); las aves se agitan, huyen de los ataudes; son miles de alas pequeñas que, como balas de metralla, llenan de heridas el cielo (risas como de hienas bajo la luna). Dentro de los ataudes, los muertos sonríen enfundados dentro de sus trajes formales (risas como de suicidas desesperados). Los gatos se echan sobre la grama, las orejas caídas y la mirada perdida en el cielo lejano (risas como de charanga de burlistas).

Abro los ojos en la oscuridad. Tanteo la mesita de noche. Consigo el control remoto; enciendo el televisor. Una bocanada de luz me aturde los ojos. Taya se mueve inquieta, barbota la jerigonza de los sueños, pero no despierta. Paso de un canal a otro. Sin ganas de ver nada, sin ganas de ser humano.

(Y pensar que los límites del universo anhelado se encuentran al otro lado de la puerta del baño de visita.)
III

Apenas Taya se despierta, sale del cuarto. Es fácil saber en qué anda: la delatan el desliz de la puerta rodante y la carencia de su voz. Vuelve girando entre remolinos de felicidad y me dice que el pajarito luce recuperado; no está inflado y ahora se sostiene sobre sus paticas. Después, alegre, se va a la cocina a preparar las viandas de su almuerzo. Al rato se mete en la ducha. Enciendo el televisor. Presiono el botón de mute y hago zapping . Me quedo con algún documental sobre los polos, o eso por lo menos es lo que parece. No activo el volumen y me dejo llevar por el duermevela que me pone a flotar ante la imagen de un hombre que camina por una región gélida hacia un blanco infinito y nevado. Me parece estar leyendo unos subtítulos crepusculares: “ Un camino de una sola vía irrestricta, un camino que no sube ni baja, que no es según, que no depende y sólo tiene una lógica monstruosa ”.

Taya sale del baño y me espabilo. Ella se viste, me pregunta si quiero desayunar. Entretejo inapetencia con ganas de sueño. Amagando credibilidad y en consecuencia con el plan, apago el televisor, me arropo hasta el cuello y le doy la espalda. Unos minutos más tarde, ella vuelve al cuarto. No sé si cree que estoy dormido, pero se limita a darme un beso en la mejilla y, sin decir nada, se va al trabajo.

Entonces, salto fuera de la cama.

Me muevo con destreza felina, con altivez aristocrática. Abro la puerta de la regadera; la víctima está frente a mis narices. Aparto la malla, meto la mano. La presa intenta escapar, pero el espacio es muy reducido y mi mano duplica su tamaño. La saco de la caja; sólo su cabecita está fuera de mi puño. Observo el pico, el ojito inquieto, su temblor de pequeña criatura aterrorizada.

Es el momento de llevar a cabo mi proyecto de transfiguración; de hacer lo que hacen los gatos y entrar de lleno a esa región sin caminos que quizás alguna vez el hombre primitivo y los gatos compartieron. Tengo al ave frente a mí, alzo la otra mano. Me veo replegar el anular y el meñique hacia la palma, doblo el dedo gordo a manera de percutor. Mi mano es una pistola que apunta al pajarito. Hago como que le disparo; un sonido fricativo sale de mi boca. Me sorprendo de mi propia acción y, pasado el asombro, termino por darme cuenta de que arruiné mi plan. El hombre, siempre el hombre, echándole a perder la diversión a los gatos.
IV

Me tiro en la cama. Por primera vez en mucho tiempo no enciendo el televisor. Me quedo viendo el mundo que rebasa la ventana: la marea secreta de las ramas, la verde y perfecta geometría del cerro, sus lúdicos e inagotables caminos.

Se sube Anita. Se acerca con un maullido bajo; se echa a mi lado, pegada a mi pierna, y yo le hago cariños detrás de las orejas. Luego viene Hugo. Restriega su carota contra mi mano; se acuesta mirando hacia mí. Le rasco la barbilla y él, complacido, alza su nariz hacia el techo. Nos quedamos dormidos, y en el sueño nos volvemos a encontrar. Pero esta vez Hugo y Anita son personas. Él es un entallado lord inglés, ella una hermosa negra africana. Yo soy un gato amarillo y enorme.

—Señor gato, díganos ¿cómo se siente usted cuando está acostado en la cama? —me preguntan, me señalan con un dedo y se acercan demasiado.

Pero yo me quedo tranquilo y me doy mi tiempo, mi tiempo felino, sin principio ni fin, acolchado y holgazán. Por fin, bostezo y respondo:

—Como huele cuando va a empezar a llover, como una tarde de domingo, como cuando te dan el primer beso, como la sonrisa de un recién nacido, como sopla el viento cuando estás frente al mar, como cuando te lavas la cara en un río de montaña. En fin, como cuando un ser querido te abraza y dice que te quiere.

Despierto. Hugo y Anita siguen a mi lado, despiertos también. Los acaricio; ellos me miran con sonrisa cómplice de gatos de Cheshire.

Más tarde, me afeito, me ducho, preparo la cena. Transcurro en un dominio irreal, sin memoria. El canto de un ave fluye como hilos de luz entre las sombras del atardecer.

Taya me encuentra risueño, sirviendo la mesa. Con cristalina sorpresa comenta los arreglos y me da un beso. Sin más, le digo que el pajarito se recuperó por completo, que esta tarde cantó. Sólo ahora, como una rebelación nítida y transcendente, me percato de que hace unas horas el ave trinó ciertamente, plena y real desde cada una de las venas de su palpitante anatomía.

Pasamos la puerta corrediza, observamos al pajarito; Taya se alegra. Sacamos la caja y la llevamos al balcón; quitamos la malla. El pajarito tarda unos segundos antes de emprender el vuelo. Entonces Taya me abraza, me dice que huelo rico, me vuelve a besar, me acaricia… Y yo me siento vivo, y todo mi cuerpo ronronea.
Del libro: Postales sub sole (De la A a la Z Ediciones)
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