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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Polvo

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Hay días en los que creo que mi tío Carlos Enrique se murió por puro joder. Como si supiera lo que le iba tocar, una última echadera de vaina para que todos nos cagáramos de la risa cuando en medio de unas birras nos pusiéramos a hablar de él. Hay que ver que tenía un sentido del humor bien retorcido. Y todos sus sobrinos supimos hacerle justicia. Nuestro tío Carlos, quien resultó ser el mejor polvo de la ciudad.

Carlitos, como le decían de cariño, creció siendo el único varón en una familia dominada por sus 4 hermanas mayores y la figura omnipotente de la abuela Carmen. Nunca quiso estudiar, casarse o tener hijos; para él esas cosas carecían de importancia. Siempre contó que sus únicas opciones eran el suicidio o el ejército, pero ambas requerían de una disciplina que le generaba flojera. Lo único constante en su vida era en levantarse a las 5 de la mañana para salir a caminar y fumarse un cigarro, mientras leía algún librito que llevaba bajo el brazo. Por la plaza algunos le gritaban poeta, aunque en su vida hubiese compuesto un verso. Sería por los cuadernos que siempre garabateaba con desenfreno en bolígrafo azul, esos que se amontonaban en las esquinas de sus cuartos y contenían miles de fragmentos, transcripciones del libro que leyera en el momento. Una vez me confesó que así era más fácil aprenderse las frases que enamoran muchachitas y les callan la boca a los pajúos. Siempre que decía algo de este estilo se quedaba muy serio viéndote a los ojos, tratando de descifrar si sus palabras habían resonado en algún lugar profundo de tu cuerpo. Cuando apartabas la mirada, incómodo, estallaba en carcajadas. Creo que eso era lo que más me gustaba de Carlitos, que nunca sabías si te estaba hablando en joda o en serio. Todo lo hacía con descaro y desenfado. Hasta el amor, mi vida.

Sin avisar se nos enfermó el viejo de un cáncer horroroso. Un cáncer como el que se llevó a la tía Aura y a la tía Elena. Nunca se quiso hacer ningún tratamiento, casi estaba emocionado por saber que apenas le quedaban seis meses. Su resolución final: comida, ron y marihuana para disfrutar lo que queda de vida como se debe; para apagar el dolor e irse con una sonrisa. Mi primo Eduardo lo acomodó esos meses en el apartamento de La Guaira, sabíamos que lo emocionaría tener el mar cerquita. Ahí lo visitamos un par de veces para llevarle libros y reírnos en la playa bebiendo cuba libre. Esos días comía muy poco y tosía con una fuerza aterradora. Entonces nos encogíamos de preocupación mientras preguntábamos si necesitaba algo. Lo recuerdo mirándonos fijamente mientras decía entre risas y tos: el que esté cagado pida taima.

Igual los seis meses no llegaron. El tío se murió al segundo mes, mientras repasaba un poemario de Cadenas. Eduardo llegó al apartamento un miércoles a las 8 p.m. y lo encontró como dormido. Siempre me ha parecido una expresión curiosa, como si morirse fuera un sueño sin respiración, con la cara desencajada y un leve olor a descomposición. Cuando el teléfono se encendió esa noche, supe de inmediato que Carlitos se había muerto. La gran cagada era que mi vieja visitaba a sus nietos en Argentina.

Hicimos un grupo solo con los cuatro primos que estábamos en Venezuela, la idea era coordinar nuestros próximos pasos. A José Luis le pareció gracioso ponerle de nombre “Cadáver Exquisito” y nos invitó a participar en una lluvia de ideas sobre qué hacer con las cenizas. Ninguno sabía cómo tramitar un acta de defunción, no había médico de cabecera y el familiar más cercano se encontraba a un vuelo de 6 horas de distancia. A las 10 de la noche pudimos organizarnos para bajar José, Adriana y yo en el carro de la casa. Todo el viaje por la autopista fue una rezadera llena de risitas nerviosas; entre la oscuridad y la delincuencia llevábamos el Honda a 120.

—Lo bueno es que, si nos matamos, seguro nos hacen un descuento familiar en la funeraria: cuatro cadáveres por el precio de tres −decía Adriana fumándose el tercer cigarro.

—Mira, a lo mejor el precio baja si nos pueden cremar a todos abrazaditos, yo no le paro bolas –contesté riéndome.

Nuestra familia tiene el defecto de hacer chistes en las peores situaciones. Esa noche superamos dos alcabalas, un tiroteo y a un vigilante ladilla; entrábamos al edificio a eso de las 11. Ninguno había pensado en lo mucho que nos íbamos a joder la vida dejando a Carlos a un estado de distancia. Montados en el ascensor nos dimos cuenta de dos cosas: la primera es que teníamos hambre, la segunda es que no teníamos ni la más puta idea de qué hacer. Entonces distribuimos las tareas para sobrevivir la noche. Adri iba a montar unas arepas, José comenzaría a llamar a la familia de acuerdo con sus zonas horarias, Eduardo y yo teníamos que averiguar qué trámites hacían falta mientras amanecía. Por supuesto, lo primero que hicimos al llegar al apartamento fue servir un ron para brindar por Carlos.

Cuando el ron empezó a hacer efecto nos encontramos entre música y risas, echando cuentos mientras alguien nos respondía. Serían las dos de la mañana, tampoco teníamos algo mejor que hacer. Así apagábamos la sensación de inutilidad cada vez que tocaba explicar a nuestros primos y hermanos que lo estábamos resolviendo, sin saber muy bien qué significaba eso.

Como a las cinco de la mañana pudimos comunicarnos con una amiga de Edu, su tía se había muerto ese año y nos explicó a donde llevar los papeles para trasladar al tío hasta la funeraria en Caracas. Enratonados y sin dormir comenzamos con los trámites. Y por supuesto, estábamos salados. Todo lo que podía salir mal, salió mal. Hasta el asistente de la funeraria se quedó atrapado en el ascensor mientras subía a buscar el cuerpo.

En esos momentos te das cuenta de lo complicado que es morirse, lo escaso que es nuestro entendimiento de la muerte ajena. Nadie se sentó un minuto a consolarnos o a preguntarnos si necesitábamos algo en estos “momentos difíciles”. Todo se trataba de un papel, una firma, un pago, un sello. Ninguno tenía un contacto en La Guaira y el costo de los traslados hasta Caracas fue absurdo. Estuvimos más de dos horas convenciendo a un funcionario de la alcaldía para firmar el acta de defunción, que además nos costó una cantidad vulgar de dólares. Siempre que pensábamos que ya podríamos llevar el cuerpo a cremar, aparecía una nueva traba administrativa. En algún momento José Luis me vio directamente a los ojos y exclamó en medio de un trance de locura y agotamiento:

—Alquilamos una lancha, lanzamos el cadáver al mar ¿Quién coño se va a enterar? Seguro que a Carlos le da risa. Bueno, no sé. Pero qué carajos le va a importar si ya está muerto.

No lo voy a negar, la idea era sumamente atractiva. Pero mi mamá nunca nos perdonaría. Extrañamente, dado el poco conocimiento administrativo mortuorio que poseíamos, logramos resolver todo.

A ninguno le gustaba la idea de velar al tío, así que optamos por el procedimiento express, ese que no incluye sacerdotes ni coffee-breaks. Avisamos a quienes estaban en Caracas que, si deseaban acompañarnos, tenían hasta las 5 p.m. para llegar. Estuvimos dando vueltas en los crematorios del cementerio poco más de tres horas. Nadie más llegó. Cuando nos devolvieron la minúscula caja de madera, su contenido seguía caliente. José Luis la abrió y comentó que parecían hojuelas de avena, Eduardo dijo que no había sentido algo tan caliente desde su divorcio y yo simplemente recomendé comprar una bolsa de perico para mezclarla con las cenizas. La caja pasó de mano en mano mientras nos reíamos a carcajadas de nuestro “Cadáver Exquisito”. En medio de un café aguado, Adriana soltó la pregunta:

—Sean serios, ¿qué vamos a hacer con las cenizas?

José y yo explicamos que había que esperar a que nuestra vieja llegara, eso nos daba tres semanas. Era hora de decidir quién se quedaba con el polvo entre gris y blanco hasta entonces. A todos nos aterrorizaba la idea de andar cargando un muerto, sin importar que fuera Carlitos. Cada uno argumentó su caso con premura. Los niños, el traslado, no tengo donde ponerlo, no tengo donde llevarlo. Al final Eduardo era la víctima más conveniente, nuestro plan era devolverlo a la playa para esparcir sus cenizas en el mar. A las 9 p.m. nos separamos y olvidamos el asunto. La vida continúa a pesar de sus muertos.

Una semana después de cremar a Carlos, Edu llamó. Su camioneta se estaba recalentando para bajar y subir de la Guaira, quería saber si le podíamos dejar el carro mientras reunía el dinero para llevarla al taller. Como me prometió que la camioneta andaba perfectamente y no tenía mayor problema rodando en distancias cortas, acepté. Igual siempre manejaba entre la casa y la universidad.

El viernes llegó Eduardo a la casa mientras Adriana y yo nos arreglábamos para salir a rumbear. El plan era buscar a su novio y encontrarnos con mis amigos de la universidad. Se nos ocurrió que Edu podía acompañarnos y despejarse un rato entre tanta locura, por lo que lo convencimos de quedarse hasta el día siguiente para llevarse el carro. Como éramos varios, pensamos que lo mejor era salir en la camioneta pues iríamos más cómodos. Eduardo volvió a asegurarnos que solo había que revisar el agua del radiador y estar pendiente en las subidas. Cuando pasamos buscando al novio de Adri algo cayó en el asiento de atrás y hubo un pequeño grito de terror.

—Marico, ¿este es el tío? −preguntó Adriana mientras su novio nos miraba horrorizado.

—Coño de la madre −Eduardo parecía a punto de llorar−. Perdón. Se me olvidó bajarlo del carro. Ese día llegué mamado. Y después como que no se me ocurrió, no me acordé. Mala mía.

No me hubiese gustado que la noche se echara a perder por una tontería, mucho menos por un polvo. Lo único que se me ocurrió fue pedirle la bendición a Carlitos. Menos mal que a todos nos dio risa. Quién dijo que no hay alegrías después de la muerte. A esas alturas no nos íbamos a devolver a la casa para dejar las cenizas, por lo que tendrían que irse de rumba con nosotros. Pasamos buscando a Román y, antes de subirse, le advertí que tuviera cuidado con el tío. Era una forma de asustar a mis amigos, pero también queríamos evitar aspirar sus restos mortales de la tapicería del carro.

En el local nos encontramos con el resto del grupo y lo único de lo que se hablaba era de los tres locos que llevaban las cenizas de su tío en el carro. El novio de Adriana se inventó que mi tío tenía un año muerto y nosotros le estábamos enseñando el país, algo que siempre quiso hacer en vida. Román dijo que éramos una familia de necrófilos y disfrutábamos tener sexo en el carro mientras nos embarrábamos en las cenizas. Con cada botella las historias se hacían más alocadas y nosotros animábamos el chistecito. Que si el tío se murió en ese carro y ahora lo habitaba su espíritu, que si era un embrujo de protección para que no nos pasara nada, que si en verdad solo extrañábamos mucho a Carlitos. Esa noche fuimos felices y ebrios hasta que salió el sol. Los tragos se alzaban en el local mientras un montón de extraños brindaban gritando bendición tío. Hasta Eduardo, que no veía nada desde el divorcio, se agarró a mi amiga Alejandra; un pequeño milagro de sexo que nos regaló Carlos desde el más allá.

No tuve corazón para bajar al tío del carro. El lunes en la universidad el cuento de la rumba y las cenizas se esparció. Saliendo de clases Román me pidió la cola y lo primero que hizo al subir al carro fue preguntarle a Carlos cómo estaba la vaina. Esas semanas se hizo costumbre saludar al tío cuando alguien se montaba en la camioneta. Si tenía que buscar a alguien para reunirnos a estudiar decían cosas como me viene a buscar el tío. Algunos le pedían la bendición y otros le contaban sus problemas. Ya éramos todos parte de una gran familia, primos reunidos por la gracia de Carlitos.

A Román le encantaba la gracia, por lo que siempre buscaba una excusa para que yo le diera la cola. Supongo que así empezamos a salir más, apadrinados por la caja de cenizas. Hacíamos toda clase de planes para pasar el día montados en el carro. Museos, centros culturales, exposiciones fotográficas. Siempre teníamos una idea nueva para pasear con Carlos. Un día, después de ir al cine, la camioneta de Edu nos dejó botados. Había salido rápido a buscar a Román y no me acordé de echarle agua.

−Qué vaina, Carlos, cómo no nos recordaste −Román se reía mientras yo le pedía a Alejandra que nos fuera a auxiliar.

Se tardaría unas horas así que nos orillamos en un mirador cerquita. Hicimos toda la tramoya de bajarnos, abrir el capó, soplarle aire al motor. Entre una de esas risas, Román me besó. No sabía lo mucho que deseaba ese beso, sus manos heladas, el desvestirnos apresuradamente en la camioneta. Después de tener sexo en el asiento trasero ambos caímos en cuenta, mi tío seguía ahí. Nos reímos a carcajadas abrazados. Polvo al polvo. Las luces del carro de Alejandra nos apresuraron a vestirnos.

Al final de esa semana llegaba mi mamá de viaje. Finalmente, Eduardo había conseguido el dinero para arreglar la camioneta, por lo que movimos a Carlos a mi carro, no queríamos que pasara su última semana en el taller; o peor aún, que mi mamá se enterara de todo lo que había pasado con las cenizas. Alejandra se ofreció a acompañarnos para ir a buscar a mi mamá al aeropuerto y despedir al tío, necesitábamos el carro extra y ella quería ver a Eduardo. Así se armó el plan, un grupo se quedaría en el apartamento de La Guaira por el fin de semana y el resto subiría con mi mamá a Caracas.

Salimos hacia el aeropuerto el sábado antes de las 6 a.m. Creo que a mi mamá la sorprendió que la esperara en Maiquetía una comisión tan grande. Ahí estábamos todos reunidos otra vez. Adri y su novio, José Luis, Eduardo y Alejandra, Román, el tío Carlos y yo. Ese día almorzamos frente al mar y dejamos las maletas en el carro mientras metíamos los pies en el mar. Reímos, bailamos, lloramos un poco. A mi mamá no le salieron las palabras para despedir a su hermano, no hicieron falta. De alguna forma estábamos felices de poder estar ahí, todo lo demás sobraba. Dejamos ir las cenizas en medio de un ventarrón, sentados en un rompeolas solitario. La brisa terminó llevándose a Carlos, quien nos traicionó a último momento y devolvió una parte hacia nosotros. Ahora siempre llevaríamos un poco de él. Antes del atardecer nos separamos. Es extraño que algunos de los mejores momentos que pasamos juntos ocurrieran después de su muerte. Un último chiste incómodo, donde no quedó lugar para extrañar aquello que había sido.

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Este cuento formó parte de la Semana de la Narrativa 2019, organizada en alianza con Revista Ojo

Ilustración de Ivanna Balzán, cortesía Revista Ojo.

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