Los pies de Mariana, de Leopoldo Tablante

11/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

Fue el día en que me enamoré de ella: hacía calor y estaba vestida con ropa muy ligera. Mostraba las partes que, por lo general, escondía. Porque Mariana era pudorosa y prefería el otoño y el invierno. Esas estaciones le quedaban bien. Combinaban con su temperamento.

Pero, claro, a mí me gustaba verla lo más despojada posible. Así disfrutaba mejor de sus partes. Me lo permitió durante aquel día de cambio de estación, entre la primavera y el verano. Mariana estaba sentada frente a mí. El sol arreciaba, y cada parte suya se reservaba una buena porción del tiempo del que disponía para contemplarla. Hasta que llegué al llegadero: sus pies, a los que tan mal le quedaban sus sandalias.

Yo hacía el esfuerzo, pero no lograba distraerme. Por nada del mundo Mariana debía ponerse sandalias. Sus pies eran de otoño o de invierno, de ninguna otra estación. Porque sus pies eran como cascos de caballo percherón, enormes, rojizos, secos: los vehículos de un alpinista avezado y amante de trepar las montañas con las plantas desnudas.

¡Qué pies tan feos tenía, Dios mío! Eran tan feos que, al mirarlos, sentía lástima por sus bonitas sandalias griegas, que había comprado hacía dos veranos en Panarea. Doy gracias al cielo por que Mariana sea un monumento de paciencia y de distracción. Nunca le ha importado gran cosa la impertinencia de mi mirada. Eso que un día el mismísimo Alonso, mi viejo amigo de la infancia, me lo dijo con tono de reproche:

—Oye, Fabricio, no te le quedes viendo así a los pies de Mariana. Son espantosos, sí, pero concéntrate en su cuello, que es una belleza.

Eso justamente era lo que yo más apreciaba de Alonso: su don para darse cuenta de lo mejor que tenía el prójimo. Se trata, de más está decirlo, de una virtud muy rara. Porque la gente siente una atracción morbosa por fijarse en lo peor de los demás y de repetirse en las peores ideas: «¡Qué nariz tan chata la que tiene ésta, qué aliento tan asqueroso el que tiene aquél, qué tacaño es el vecino, qué pies tan espantosos los que tiene Mariana!». En fin, Alonso es uno de esos tipos que pasa suave y que es incapaz de hacer sentir mal a nadie. Y nada peor que una persona que delate a otra sirviéndose de un defecto. Yo, por lo menos, soy una víctima del juicio ajeno. Le tengo terror no sólo a lo malo que se pueda decir de mí sino a lo malo que alguien pueda decir sobre alguien que yo ame. Para consolarme me repito que tal inquietud, en lugar de ser la señal de un complejo personal, es un acto de amor. Y yo amo a Mariana.

Sé que todos mis amigos están de acuerdo conmigo: los pies de Mariana son espantosos. ¿Cómo negarlo si se trata de una verdad, si no tan grande como una casa, sí de un tamaño superior a la talla de zapatos de una mujer de proporciones razonables? Lo peor de Mariana salta a la vista.

Como buen (o mal) hombre, le daba demasiada importancia al físico de Mariana, tanto que a menudo se me olvidaban sus verdaderas virtudes. Su carácter distraído podía a veces hacerme pensar en la posibilidad de que me despreciaba con su indiferencia. Pero ella tenía una sensibilidad precisa que siempre me rescataba de mis peores pensamientos. Me ponía la mano en la cabeza y me preguntaba: «¿qué te pasa?». Hacía todo lo que estaba a su alcance para devolverme a la serenidad. En esos momentos pensaba yo que ya llegaría el momento de acostumbrarse a su único defecto.

Nunca me acostumbré del todo, y eso no alteraba ni un ápice mi amor por ella. Los pies de Mariana —inofensivos, después de todo— apenas me molestaban como una piedra en el zapato.

Al poco tiempo de que todo el mundo comenzara a llamarnos «novios», Mariana y yo hicimos un viaje a la playa con un grupo de amigos. Fueron Alonso con la chica con la que se acostaba entonces —su estupendo carácter le permitía cambiar de sábanas con mucha frecuencia— y unos cuantos de esos conocidos que uno llama «amigos» por pura fuerza de la costumbre. Mariana estaba más bella y risueña que nunca y nadie dejó de felicitarme por mi desmedida buena suerte.

Nadie reparó enseguida en la belleza de su cuerpo hasta que llegamos a la playa. Porque, con su recato acostumbrado, Mariana se ponía vestidos que borraban sus formas y desvanecían al mismo tiempo las curiosidades de los hombres. Por eso, cuando se desvistió y quedó apenas con su bikini, todo el mundo pensó en la modelo de ropa interior Calvin Klein que salía fotografiada en esa época en todas las revistas: estilizada pero sin alardes, torneada pero sin exceso de redondeces, con un delante y un detrás de tamaño moderado pero bien proporcionados. Mariana tenía lo que a las otras del grupo les faltaba: gracia. Tácitamente, todo el mundo estuvo de acuerdo. Hasta que los ojos de todo el mundo se posaron en sus pies, concentrado de defectos que ponía en la cuerda floja el resto de sus encantos.

Nunca podré olvidar los ojos asombrados de los ocho que estaban allí. Lo más notorio de aquellas expresiones de asombro era que todas comunicaban la misma confusión de sentimientos. Todos estaban de acuerdo con que Mariana era una criatura angelical y, por lo tanto, todos pensaban que sus pies eran su único pecado, un pecado muy grave, por cierto. Alonso reaccionó en el acto y aligeró la situación:

—¿Cerveza bien frías para los presentes?

Nadie se negó.

Nadie, excepto Alonso, me prestó su ayuda para que un día llegara a darme cuenta de que, en el fondo, mi amor era más grande que mi fetichismo. Es más, estoy seguro de que el resto del grupo, recordando los pies de Mariana, pensaba que mi novia y yo no pasaríamos juntos demasiado tiempo. En realidad (de eso me di cuenta más tarde), todos pensaban desde su envidia. Nadie, excepto Mariana y yo, estaba enterado de lo que es el amor. Ninguna de las parejitas que formaba parte de aquel grupo de playeros veraniegos durmió abrazada más de dos meses.

No quiero decir con esto que me haya sido fácil superar mi complejo de inferioridad ante los pies de Mariana. Hablo de mi complejo de inferioridad porque yo sufría los complejos que debían ser de ella. De hecho, ella ya los había superado para cuando nos conocimos. Pero parecía que superándolos me los había endosado a mí. Es decir: frente a los pies de Mariana mi memoria fetichista se activaba y comenzaba a enumerar una por una todas las imágenes de pies hermosos extraídas de revistas elegantes impresas en papel satinado, del cine o de la televisión. Pies bellos, cuellos esbeltos, senos erectos y culos firmes son el imperativo categórico de un hombre que se respete. No hay derecho al error. Algo, decía yo, me estaba faltando.

Recriminándome que mi mujer no correspondiera totalmente con los cánones estéticos de los tiempos, yo caía en estados de profundo abatimiento durante los cuales me era imposible pronunciar una sola palabra. Mariana estaba perfectamente al tanto de que aquellos malestares tenían que ver con ella; es más, estaba al tanto de que la razón de ser de aquellos silencios forzosos míos eran sus pies rojizos y de uñas secas, y aunque aquella certeza estuviera lejos de halagarla, se sentía tan tranquila consigo misma que su único gesto era un sano encogimiento de hombros. Por eso me dejaba padecer en paz mi decepción estética. «Ya llegará el momento en que se sienta mejor», pensaba.

Para ayudarme a quererla otra vez, Mariana acostumbraba vestirse con un estilo elegantemente recatado que le quedaba muy bien. Por más que ella ya hubiera superado el trauma de lo peor de su propia anatomía, la desaprobación ajena activaba su pudor.

Todo el miedo que me daba la idea de echarlo todo por la borda se esfumaba cuando la veía vestida como una niña de bien: un jean cuidado, una franela de algodón impecable y un pullover de pura lana de color verde claro. En sus pies, un par de zapatones Doctor Marteen’s que le daban un cautivador aire adolescente. Pronto comencé a darme cuenta de que mis confusiones se aliviaban bastante entre mediados de septiembre y mediados de abril.

Mi gran dilema a partir de abril era cómo dejar a Mariana ser ella misma sin que yo me sintiera perturbado. ¿Cómo diablos dejarla vivir los días más cálidos de la primavera y el verano sin que ella sintiera sobre sus cascos de percherón mi mirada sentenciosa? ¿Cómo retener mi angustia? Pensando en aquello me sentía ridículo. ¿Cómo era posible que por una cosa tan banal como la apariencia de sus pies yo pusiera en duda nuestro amor?

Recuerdo que una vez, en mis años de adolescencia, la mamá de un amigo me contó que los ronquidos de su ex marido habían sido su causal de divorcio. Pero ni remotamente yo podía ser tan severo con Mariana, porque ella tenía mucha más paciencia conmigo que yo con sus pies. Aunque yo pudiera sentir ganas de pelear, ella nunca me daba el gusto. No había manera de encontrarla. Ella siempre detectaba y esquivaba mis malos humores incluso cuando no eran sino una posibilidad. Al cabo, ni la fealdad de sus pies me importaba. Pero he de reconocerlo: esos estados de indulgencia ante los defectos de mi Mariana siempre daban paso a crisis personales de inconformismo. En esos momentos, todas las revistas femeninas se abrían en mi mente como si fueran el respaldo documental del gran reproche por venir.

Gracias a mi Mariana, ha habido momentos en mi vida en los que he creído encontrar la paz interior. Una paz absoluta e infinita, a pesar de las fluctuaciones de mi estado de ánimo. Ha sido Mariana y nadie más quien me ha enseñado a conciliar esos estados de serenidad. Incluso, a veces me pongo a hacer meditación con ella. Porque una tarde, mi Mariana se apareció en casa con otro cojincito negro como el suyo, el cojincito que utiliza para meditar.

—¡Qué bonito cojincito! —dije yo esa vez, estúpidamente.

Entonces ella puso expresión solemne (me sorprendió, Mariana siempre sonríe) y me espetó:

—Esto no es un cojincito. Es el safú, el asiento del Buda.

Entre mi cráneo y mi estómago rebotó la onda de un remordimiento: «¿Cómo puedes ser tan prosaico?», me pregunté en tercera persona. «¿Cómo mierda puedes «cojincito» al safú, rematado imbécil?».

Aquel regaño que estremeció mi espíritu fue tan duro que nunca más se me ocurrió expresarme con negligencia sobre nada que tuviera que ver con las inclinaciones místicas de mi Mariana. Ella se puso tan tensa con mi brutal comentario que dejó para el día siguiente mi iniciación. Temprano, a las seis y cuarto de la mañana.

Nos sentamos en el suelo, con las piernas cruzadas, cada uno sobre su safú correspondiente. Mariana se había levantado antes que yo para arreglar el balcón de la casa como si fuera un dojo. Era un dojo. Encendió una barra de incienso. Entrecerró los ojos. Hizo la paz.

Al comienzo no supe cómo reaccionar. Incluso me sentí perturbado porque creía que Mariana se había molestado conmigo. ¿Por qué? No lo sabía. Mi Mariana sólo estaba empujando el cielo con la cabeza.

Hice el esfuerzo de imitar todos sus movimientos: de poner la espalda recta, de fijar mis ojos entrecerrados en un misterioso punto descendente, de cruzar mis pies en posición de loto. Esto último es lo que más me costaba hacer. Trataba de imitar al detalle todas las flexiones de mi Mariana, pero no llegaba a ser más que su émulo. A pesar de los esquís acuáticos que Mariana tenía por pies, su flexibilidad era impresionante. Y yo me sentía tan, pero tan torpe…

Era en los momentos de meditación cuando se manifestaba mi más profundo amor por Mariana. Claro, esa tensa vigilia mía era la señal inequívoca de mi poca vocación mística. El objetivo de la meditación es borrar los pensamientos por medio de un estado no de sueño sino control de los impulsos y de los pensamientos. El objetivo es no pensar nada y pasar de toda perturbación del mundo exterior, concentrarse en su propia respiración. A veces me convencía de mi capacidad para llegar a aquellos estados de total serenidad, pero lo cierto es que me mentía a mí mismo. Fácilmente me dejaba ganar por mi fascinación estética ante la belleza impávida de mi mujer, que entonces se unía en nupcias con todos las criaturas del universo.

No sabía siquiera a qué tenerle celos, por lo tanto comencé a sentir celos de casi todo: del safú que sostenía su trasero y sus más sublimes estados de serenidad, de su kimono negro, de sus sandalias con ideogramas, de sus barras de incienso indio, de sus caramelos de algas, de su delicado juego de palitos japoneses para limpiarse los oídos, de sus tetera metálica laqueada de rojo, de los bonsáis que tanto le gustaba quedarse admirando en la tienda de la esquina y del cocinero macrobiótico portugués que le vendía garbanzos que costaban cuatro veces más caros que los que se podían comprar en un supermercado común y corriente. Primero no me atrevía a admitir mis celos y me dejaba arrastrar por su torrente místico.

La complací casi hasta el punto de borrar mi propia personalidad, pero un día me sentí estar haciendo un esfuerzo que sobrepasaba mi capacidad de autocontrol. Sin razón aparente, comencé a desarrollar una silenciosa agresividad contra Mariana. Durante las horas matutinas de meditación, mis ojos adquirieron una sensibilidad implacable contra todos sus defectos. Aun en posición de loto, escondidos entre sus largas y esbeltas piernas, los pies de Mariana no escapaban a mi mirada escrutadora. La conciencia me lo reprochaba, pero nada podía hacer yo para mantener a raya aquel mal humor que me poseía al pensar que Mariana pertenecía más a la eternidad de su propia y solitaria esencia que a la necesidad de mi deseo.

«Total», pensaba yo en el colmo de la ofuscación, «por más que se crea en las nubes, sus pezuñas tocan la tierra, como el pie sucio de un hijo de vecino cualquiera». Por supuesto, ella no se enteró jamás de mis peores pensamientos. Mi Mariana siempre se me adelantaba.

—¿Qué te pasa, mi cielo? —me preguntaba con su sonrisa de dientes perfectos cuando volvía de su planeta y aterrizaba en nuestro apartamento. Y yo no sabía qué responder. Una palabra y un cariñito suyos bastaban para sanarme.

Sin que hiciera falta una sola palabra, Mariana me enseñó a olvidar lo peor que Dios le había dado. Tomó la decisión voluntaria de ahorrarme el espectáculo desproporcionado que eran sus pies. Incluso, optó por comprarse un par de sandalias de cuero de marca Birkenstock (de las que cubren completamente el empeine) para los momentos en que se quedaba en casa. Se veía tan bonita vestida con pantalones, con sus pullovers de lana irlandesa y con su sonrisa de oreja a oreja. Verla así aumentaba mi libido a niveles insospechados incluso en mis mayores raptos lúbricos de adolescente. Enseguida quería llevármela a la cama, pero ella aliviaba mi afán con la misma serena alegría con que me relajaba cuando me veía con los nervios a flor de piel.

En casa, cocinábamos y juntos y, entre vegetales cortados (diagonalmente, como ordenan los sabios orientales) y guisos burbujeantes, bebíamos vino tinto relatándonos nuestros recuerdos y llegando a los límites de nuestros celos. Eran momentos agradables que, sin embargo, solían desembocar en la provocación mutua para ver cuán importante era el uno para el otro. Eso de contarse el pasado pasa necesariamente por referir amores inolvidables e, incluso, aventuras eróticas con personas que, en otro momento, valieron una, dos o más ilusiones. Amablemente, haciéndose un poco la tonta, Mariana me insinuaba la existencia de dos o tres hombres que aún no la perdían de vista. Ella los rechazaba con ternura, supongo que con la misma sonrisa, entre coqueta y gentil, que me regalaba a mí. Yo sabía que aquellas sinceridades suyas pretendían en el fondo sembrar el temor de perderla y recordarme lo afortunado que debía considerarme entre todos los hombres.

Luego de esas cenas —muy sanas, por lo demás: mi Mariana sólo consumía vegetales orgánicos— llegaban, por fin, los momentos del amor. Teníamos una cama de dimensiones king size cubierta por un elegante mosquitero que pendía del techo y que tenía un bastidor de madera. Allí nos desnudábamos y hacíamos interminables amores durante los cuales yo me distraía detallando la armonía de su palidez. La penumbra de velas fragantes de nuestro cuarto hacía refulgir la piel lisa de mi mujer, quien siempre se las arreglaba para esconder sus cascos de caballo percherón bajo el edredón aguamarina con que nos arropábamos por las noches, oloroso a nosotros y a Blu de Bulgari, su perfume, que tan bien combinaba con la frescura de su piel.

Mi asombro ante los pies de Mariana no tenía que ver sólo con el hecho de que eran partes feas que integraban un todo bello. Por supuesto que esa incongruencia me dejaba un poco perplejo, pero yo habría podido pasarla por alto si mi fetichismo hubiera sido el normal. Pero no lo era. Había razones profundas.

Mi madre, mujer perfecta y de oficios del hogar, no sólo era una persona intachable y abnegada, sino que tenía unos pies sublimes. Murió cuando yo tenía nueve años y me dejó a la buena de Dios y de la aspereza de mi padre, contador público de profesión. Mi padre se casó a poco con otra mujer, pero yo nunca dejé de ser fiel al recuerdo y a la autoridad de mi madre, quien lo velaba todo desde el cielo. Aquel amor etéreo aumentó gracias a la antipatía natural de mi madrastra, voluptuosa mujer que impresionó mucho a mi papá el día en que comenzó a hacerle ojitos en la barra de un bar pero que con la madurez menguó por la fuerza de la gravedad.

Pero no es de mi madrastra de quien quiero hablar, sino de mi madre o, más bien, de los pies de mi madre, pequeños y gráciles, flexibles y siempre impecablemente acicalados. Si no tenía las uñas pintadas, las tenía al natural pero con los extremos inmaculadamente limpios y las medialunas de un blanco refulgente. Cuando las tenía pintadas, el cubrimiento, de tonos siempre muy discretos —verdes y ocres eran sus colores favoritos—, nunca estaba descascarado. Los pies de mi madre eran tan hermosos que eran ellos los que me venían a la mente cada vez que trataba de rememorar su rostro.

Me siento avergonzado al decirlo, pero un par de pies perfectos —graciosos, arqueados, de dedos largos, ligeramente curvados y rematados con uñas oblongas e inmaculadas— son para mí el símbolo de la lealtad que le debo a mi difunta madre, que Dios tenga en su santa gloria.

Se comprenderá (o no) el desasosiego que me producía estar con Mariana, a quien consideraba la más bella y afectuosa de las mujeres pero que, al mismo tiempo, adolecía del defecto físico que yo más abominaba. Una idea se me metió entre ceja y ceja: algún mal acto debía haber cometido yo y, por eso, mi madre, desde la eternidad, había decidido desampararme. Los pies feos de Mariana eran la señal de ese desamparo. Una vez esta idea caló tan profundo entre mis miedos que se hizo la tensión entre mi Mariana y yo. Incluso, llegado un punto, ella propuso que dejáramos de vernos por algunos días. La solución fue, como siempre solían ser, idea suya:

—Tómate tu tiempo —me dijo con ternura, sin desesperación y como si yo no le inspirara ni un mal pensamiento.

Aquellos pocos días fueron demasiados para mí. Me hacía mala sangre pensando que Mariana se había cansado y que había propuesto aquella tregua para comenzar a tomar distancia. Todos esos días los pasé en una nube de soñolencia y con la sensación de que el mundo exterior era el decorado de mi propia alienación. En dos días mi sensación de abandono se convirtió en desespero. Llegado un momento no pude más. Levanté el teléfono y marqué el número del celular de mi Mariana. Ella me respondió con su tono de siempre, entre seco y jovial, y me escuchó sin darme a entender en ningún momento que me extrañaba. Por supuesto, fui yo quien rompió en aguas, es decir, quien dio su brazo a torcer. Había que asumirlo: Mariana era mucho más íntegra que yo.

En fin, cuando nos volvimos a ver y yo le confesé lo mucho que la amaba, Mariana mostró una sonrisa de satisfacción (que yo noté; si de algo puedo jactarme es de ser muy observador) y me dijo que esa misma tarde volvería a casa. Había sido ella quien se había ido, pero todo sucedió discretamente porque sus padres se habían marchado de vacaciones a Portugal y Mariana aprovechó su ausencia para dormir unos días en su cuarto de infancia. Nos separamos sin que nadie a nuestro alrededor lo sospechara.

Esa separación no hizo sino que yo terminara de asumir cuán necesaria me era. Mariana, por su parte, cobró conciencia del poder que ejercía sobre mí. Claro que también me amaba, pero su amor era mucho menos dramático y desesperado que el mío.

Apenas volvió a casa, sucedió lo que tenía que suceder. Hacía un frío húmedo en la calle, así que resolvimos cocinar una cena que nos devolviera el alma al cuerpo. Ella se calzó sus Birkenstock, se puso el pullover de lana irlandesa que a mí más me gustaba, bebimos un vino tinto excelente (que ella se había robado de la cava de casa de sus padres) y guisamos un estofado burguiñón. Se trataba de la celebración del retorno a ese apartamento pequeño que habíamos estado compartiendo desde hacía poco más de un año, ese apartamento que nuestros corazones, por fin, cada uno por su lado pero casi al mismo tiempo, se atrevieron a llamar «nuestro hogar».

No había marcha atrás: después del estofado burguiñón, fue el amor sobre nuestra cama king size, mi Mariana ocultando sus pies bajo el edredón. Luego sobrevino el accidente: ella había elegido su día para quedar embarazada.

Años más tarde recordaría el embarazo de Mariana como un hermoso accidente, incluso como un error afortunado, pero lo cierto es que entonces, a pesar de que ya tenía treinta años y un trabajo prometedor, me poseyó un terror que hubiera podido convertirse en paternidad irresponsable. Naturalmente, eso no sucedió, y Mariana, que no es muy dada a los halagos, no deja de recordarme cada tanto lo feliz que se siente de haber encontrado un hombre tan seguro de su amor. Yo la dejo hablar. En todo caso, cuando el examen de sangre dijo «sí», yo dije para mis adentros «nooo», una negación larga y quejumbrosa que, con mucho esfuerzo, logré ahorrarle a mi entonces futura esposa.

¿Por qué le temía tanto a la idea de ser padre? Aún hoy no lo sabría explicar. Era una mezcla entre el miedo de perder el amor y la pasión de mi mujer —un niño, pensaba yo, exige más que el más incontinente de los hombres— y la imposibilidad de encargarme otra vida cuando ni siquiera podía terminar de ocuparme de la mía. Se me hacía entonces muy cuesta arriba pensar en dedicar todos mis esfuerzos a la manutención de una criatura que, al fin y al cabo, no sería más que un obstáculo entre Mariana y yo.

La resignación llegó cuando Mariana ya tenía seis meses en estado, una gestación normal y serena que, desde que comenzó a tratarla, el médico obstetra juzgó de inmejorable. El doctor se esperó lo mejor de la piel suave y la pelvis ancha de mi mujer. Estoy seguro de que detrás de sus observaciones científicas al médico no le faltaban ganas de acostarse con ella.

Durante esos primeros seis meses me puse peor que en los días en que veía a Mariana empujar el cielo con la cabeza y uniéndose con todos los seres del universo: se apoderaron de mí los celos a la autoridad de su médico y el pánico de imaginarme aplacando el llanto desesperado de su…, perdón, de nuestro bebé.

Mordiéndome mis peores pensamientos, durante aquellos meses me desviví en complacer todos los antojos de mi Mariana, que eran en realidad los del engendrito ese que llevaba en su vientre. Caricias, postres y viajes a la cocina a avanzadas horas de la madrugada nunca le faltaron durante aquellos días. Vuelvo y lo repito, amo a mi Mariana, no más que a mí mismo (nunca llegué a los límites de la desesperación gitana), pero la amo, de eso no me cabe la menor duda. Eso sí, es difícil ser el hombre de una mujer encinta, no sólo porque la condición biológica de hombre se ejerce de vez en cuaresma, sino porque se está obligado a ser tierno y comprensivo a pesar de toda la frustración acumulada.

No obstante mi recalentamiento, debo admitir que cumplí mis deberes de marido con razonable abnegación, aun cuando para el día en que un espermatozoide mío fecundó un óvulo de Mariana ella y yo no éramos oficialmente marido y mujer. El matrimonio tuvo lugar un día del séptimo mes de gestación, ceremonia en petit comité que tuvo lugar en casa de sus padres. Mariana, ataviada para la ocasión con un conmovedor modelo de confección india que resaltaba los encantos de su maternidad, llevaba un par de zapatos que hacía de sus pezuñas los delicados pies de la cenicienta —según el dibujo animado de Walt Disney— cuando el príncipe azul la encuentra y le calza su zapatilla de cristal extraviada.

—¡Felicitaciones! —me dijo mi fiel amigo Alonso (con cierto extraño tono que, aún hoy, recuerdo como de lasciva envidia)—, ¡qué suerte tienes!

Entonces, con satisfacción, la vi entera y perfecta y, de repente, sobre mi cabeza sentí la varita mágica que sólo toca a los bienaventurados.

Ese sentimiento de ser un privilegiado en medio de infortunio de la mayoría de los hombres alivió bastante mi temor ante la llegada de mi hijo. Mi serenidad y mi alegría se debían más bien a mi vanidad. Todos los hombres que asistieron a mi matrimonio me mostraron la admiración que nunca antes nadie me había mostrado en ninguna otra faceta de mi existencia. Porque, al fin y al cabo, mi vida es tan convencional que raya en lo vulgar: de ocupaciones previsibles, una sarta de mediocridades, porque, además, lejos estoy de ser lo que se llama «una mente brillante».

(¿Qué me habrá visto Mariana?)

Llegó el día del alumbramiento entre pánicos, bombos y platillos. Pánicos míos, por supuesto, porque Mariana llegó a la clínica serena y dispuesta incluso a ponerse a jugar ajedrez con alguna enfermera de turno.

Aunque Mariana era primeriza, nuestro hijo llegó al mundo al final de una gestación de nueve meses con sus días y sus noches. Si bien es cierto que sus contracciones no me tomaron completamente por sorpresa, tampoco puedo admitir que me haya sido fácil dominar mi ansiedad a las doce del mediodía en una ciudad bloqueada por el tráfico.

En medio del tráfico, Mariana me repetía con una calma pasmosa:

—Acelera un poco, cariño, que siento que se viene aquí mismo.

Me dijo aquello con una calma tal que sus palabras parecían el reproche tardío de una persona poco rencorosa. No quedaba otra salida: entre los dos, quien debía desesperarse era yo. Saqué la cabeza por la ventana y llamé al policía.

—Señor, llevo a mi esposa embarazada conmigo. ¿Le molestaría…?

El agente, solícito, hizo un gesto despreocupado con la mano y en dos minutos abrió el tráfico como Moisés abrió el Mar Rojo.

Eso me enseñó que nunca hay que desconfiar ni tratar con mala fe a un policía.

Llegamos al hospital y Mariana pasó enseguida al quirófano. Por mi parte, yo me quedé en la sala de espera caminando de un lado al otro y fumando cigarrillos, que le pedía de cuando en cuando a alguno de los otros hombres desesperados que me acompañaban. Me recuerdo palpitante y un poco ridículo, con la cara abrillantada y pensando en todo. Los minutos se prolongaban en el conteo de cada uno de sus segundos.

Toda esa preocupación para nada, porque, como bien lo había previsto el depravado del obstetra de mi esposa (pues sí, ya tengo el derecho de referirme a ellos con posesivos, ¿no?), Mariana era una paridora nata. En fin, nació mi niño, mi niño nuestro niño, ¿quién lo creyera?

Como nunca logré armarme de valor para eso, no asistí al parto, porque ver sangre siempre me ha dado terror. La enfermera más tierna del hospital me consultó a último momento si quería entrar a quirófano con ella, y yo, luego de darle una chupada (con tos nerviosa incorporada) a la colilla que me estaba fumando, respondí decidido: «Este…, no», a lo cual la enfermera, la más tierna y de culo mejor formado entre todas las del hospital, se alejó con una sonrisa en los labios sobre la que prefiero no ponerme a especular.

Mariana es holística y hubiera preferido que yo la acompañara en un alumbramiento a la manera india, ella en cuclillas y delante de mío y yo sosteniéndola con mis brazos a través de los suyos, también en cuclillas y detrás suyo. Luego de vencer mi terror ante la inminencia de la paternidad, gasté los últimos tres meses de embarazo pensando en si me atrevería en parir con ella. Pero no logré superar mi miedo. Mi cobardía de último minuto no la sorprendió en absoluto. Cuando todo terminó, me la encontré sonriente e incluso con buen color sobre una camilla, expresión de victoria que no tenía que ver con mis ojeras de agotamiento. Así ha sido siempre, ella vive y yo sufro por los dos. Fue ella quien tuvo ánimos para abrazarme. En lugar de ser yo quien me inclinara hacia su cara para dirigirle una frase de aliento, ella se me adelantó (cosa rara, Mariana es lenta) y me dijo:

—¡Felicitaciones, papá!

Estuve a punto de malinterpretar la congratulación, pero conseguí transfigurar mi estado en la dicha del padre más agradecido y orgulloso.

Enseguida llegó la enfermera con nuestro retoño envuelto en telas de algodón blanco, liado como un tabaquito. ¡Qué cosita más linda, Dios mío santísimo! Tan linda que me traía a la mente, uno por uno, todos los síntomas de mi torpeza. Todas las mujeres —Mariana, mi suegra y la enfermera— se reían de mi temor de que se me cayera de las manos, cosa que no sucedió, por fortuna, porque alguna de ellas me lo arrebató justo a tiempo. Esa primera vez no me di cuenta de la dura realidad, porque el niño —al que, quién sabe por qué, bautizamos con el pesado nombre de Reinaldo— estaba cubierto entero, de la cabeza a los pies.

Descubrí la verdad cuando volvimos a casa y Mariana me propuso bañar juntos al niño por primera vez. En el hospital me había dado cuenta con satisfacción de que el niño había sacado mis manos, y por eso esperaba que hubiera sacado también mis pies. Pero en la tina plástica, luego de celebrar para mis adentros lo armónicamente formado que estaba su cuerpecito, reparé con horror en que sus pies eran una copia al calco y en escala de los cascos de caballo percherón de su madre.

Las leyes de Mendel habían fallado. Se suponía que debía ser nuestro nieto el que llevara los pies de su abuela. Y como consuelo me repetía que un hijo se debe más a la preocupación y a las expectativas de sus padres que a la de sus abuelos. La naturaleza quiso sin embargo que los genes de Mariana —a pesar de esa palidez suya que traslucía sus venas, de sus cabellos rojos y de cierto misticismo del desapego que por momentos puede convertirse en una especie de cultivo de la inapetencia— fueran los dominantes.

Mi frustración me la metí… por el bolsillo (¿por dónde más hubiera podido metérmela?) y no dije nada. No sé si fueron ideas mías (lo dudo), pero de los pies de nuestro tierno infante moví mis ojos hacia el rostro de madre de Mariana, en la que se dibujaba la sonrisa serena y complacida de una buena vaquita ahíta y satisfecha luego de horas y horas pastando, es decir, la expresión sarcástica de quien se sabe dueño de la situación. De inmediato el corazón comenzó a latirme muy fuerte y Mariana, quien reparó enseguida en mi turbación, me preguntó con tono maternal: «Te pasa algo, mi amor». Y yo, que entonces no me podía poner con remilgos de hombrecito decepcionado y de genes recesivos, dije: «No, mi amor, no me pasa nada».

Recuerdo que salí a la calle y me metí en el primer café que encontré a fingir ojear la prensa e intentar comprender las frases de un Tao Te King que Mariana me había regalado antes de que saliera embarazada y al que yo le di largas por puros prejuicios. Allí me topé con una frase que al principio me hizo enfadarme conmigo mismo y que, luego, me dio el ánimo para evitar considerar a mi Mariana una contrincante en el pugilato de la vida: «Los fuertes no mueren de muerte natural».

Tenía que aceptarlo, de una vez por todas: entre los dos, yo era el débil. Había que dar por sentado que la fuerte era ella y, sin embargo, esa fuerza no atentaba contra mí. Mi peor enemigo era mi propia duda y mi propia desconfianza de espíritu perdido en el cauce de la angustia. Mi Mariana estaba plantada en la tierra como un árbol. Sus pies eran mis raíces.

Cuando Reinaldo cumplió veintiocho años, yo tenía cincuenta y nueve. Me había pasado treinta y un años con Mariana, la mujer de los pies feos y el corazón contento y, en las puertas de la senectud, ambos éramos una pareja que había envejecido bien. No habíamos tenido otro hijo porque con el primero Mariana llegó a la conclusión de que ya había cumplido una de sus metas en la vida. Su claridad me calzó como anillo al dedo.

A los veintiochos años, Reinaldo era mi mayor motivo de orgullo: se había graduado de matemático (había sido el tercero de su promoción) y aprobó airoso el concurso para convertirse en profesor en una universidad del interior. Se independizó, pero, buen hijo como era, nos llamaba una vez a la semana e, incluso, con frecuencia viajaba hasta la ciudad para reunirse con nosotros y comer mariscos con vino blanco en el restaurante de la esquina. A los veintiocho años, había salido con un tropel de muchachas —ninguna fea, por cierto— y, elemental y un poco morboso como soy, siempre le atribuí a sus pies su éxito con las mujeres. No se me mal interprete: lejos estaba yo de asociar extremidades inferiores con partes pudendas, sólo pensaba que el pulgar gordo, seco y rojizo de aquellas pezuñas suyas —las mismas de su madre, pero ¡cuatro tallas más grandes!— era la fuente de una serenidad y una alegría de vivir que yo me esforcé en imitar (sin que los resultados hayan sido del todo exitosos).

En fin, estoy seguro de que nunca habría llegado a los cincuenta y nueve años con el corazón sano —¡nunca he sufrido ningún infarto!— sin el poder que emana de los pies de la familia de mi esposa (durante un fin de semana familiar en la playa me pude dar cuenta de que los genes dominantes de su familia pertenecen a la rama materna). Ese poder ha sido el puntal de mi espíritu quebradizo, que se quedó huérfano a los nueve años.

Mi mayor orgullo es mi hijo, no porque sea mi gran obra, sino porque es el logro del amor que Mariana y yo nos hemos atrevido a compartir. Esa es la parte común de la historia. La parte egoísta tiene que ver con que Reinaldo es para mí la prueba de que a las personas no les queda otro remedio sino hacerse más fuertes y mejorar. Siento ponerme solemne llegado a este punto, pero no lo puedo evitar. Es lo que siento mientras Mariana y yo, tomados de la mano como el primer día, vemos a Reinaldo deslizar una alianza en el anular de su esposa, bien perfumado, con un clavel en el ojal, bajo la mirada del cura y los ojos perdidos en el altar.

 

Del libro: Mujeres de armas temer (Comala, 2005)

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