Matanzas, por Edmundo Bracho

03/ 12/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, Opinión

No hacen sino aparecer libros cuyos títulos arrancan con El fin de… Quizá sea ello producto del “efecto Fukuyama”: en su título El fin de la historia y el último hombre, publicado en 1992, el politólogo Francis Fukuyama recetaba un nuevo orden mundial, eternamente neoliberal (y que resultó muy equívoco). ¿O acaso sea tal tendencia editorial, esa que algunos llaman “finismo”, un legado disfuncional del pase de página de un milenio a otro, allá en diciembre del 2000? Lo cierto es que en una misma rotativa se viene proclamando desde el fin del rock ‘n’ roll hasta el fin de la misma rotativa, pasando por la despedida de los icebergs o la defenestración del civismo democrático. En Venezuela se imprimen cada vez más pliegos sobre el ocaso de la democracia tal y como se le conocía, y sobre el fin de proyectos políticos de toda especia. En textos febriles, lomos presurosos, artículos todoterreno, crónicas politológicas, columnas runruneras… Ahí van, los “finistas” de turno, tan proclives a la especulación y al faranduleo, jugando a la tragedia aspiracional.

Después de leer “Notas con miras definir la cultura”, libro que publicara el Nobel británico T.S. Eliot en 1948, el crítico alemán George Steiner se golpeaba la cabeza tratando de entender cómo era posible que con apenas tres años de finalizada la Segunda Guerra Mundial y de develarse el horror del Holocausto, fuera posible que una de las mentes más brillantes de aquel momento fuera capaz de escribir sobre la cultura omitiendo aquellos recientes «hechos que seguramente alteran nuestros límites de la conducta humana». Sin duda, el ánimo antisemita de Eliot tuvo que ver con su lapsus voluntario, pero también su rechazo a explorar la historia a partir de —o incluyendo— la catástrofe. Lo trágico entonces que puede tener el libro de Eliot no es sólo su negativa a encarar e interpretar la tragedia en lo que eran sucesos recientes, sino, a partir de éstos, tratar de visualizar un futuro exento de la catástrofe, y arrojar algunas propuestas para evitarla.

Suficiente han dicho los ensayistas que mejor han sabido interpretar nuestra cultura latinoamericana sobre la incapacidad que tenemos para restaurar algunos valores de lo trágico. Y puesto que existe una casi nula —o muy distorsionada— noción del sentimiento trágico, tenemos crímenes. Es como si no pudiéramos distinguir el bien del bien, o el mal del mal, razón por la cual llega a haber un promedio de 51 muertos por homicidio en un fin de semana en Venezuela. Muchos más que, por ejemplo, en los conflictos bélicos de Afganistán, Iraq o Somalia. En cifras de un cariz tan anti-utópico, de esta naturaleza, Latinoamérica es rica. Está colmada de ejemplos y bien convendría examinarla desde su dimensión catastrófica. Especialmente a los venezolanos de hoy, más aún aquellos que desconocen las formas en que cierto patrón sostenido de violencia puede desembocar en guerra civil. Y ésta no tiene que ser declarada. Venezuela pareciera estar en ese crispado momento que es la antesala de una guerra, y donde ya pareciera haberse instaurado la violencia estructural.

Lo adviertieron hasta la saciedad chilenos y argentinos que visitaban Caracas o Maracaibo en las décadas de los 70 y 80, quienes sostenían memoria fresca del derrumbe de la democracia en sus propios países y de las sucesivas guerras sucias, saldos de desaparecidos, heridas insalvables en el alma y en la psiquis de sus países. Paraguayos, brasileros, nicaragüenses, salvadoreños, colombianos hacían lo propio hasta no hace tantas décadas. Les acompañaban informes sobre la lógica de conflictos sociales con rúbricas de muchas ONGs. Todavía, expertos en alta conflictividad política, procesos bélicos y de pacificación piden que los venezolanos se miren en el espejo de su propia historia nacional, relatan con pelos y señas la prolongada tragedia sangrienta por la que atravesaron, y el abismal costo de vidas que significó la eclosión de la violencia oficializada.

Pero hay quienes hoy se niegan a mirar la catástrofe en su cara. Están incluso quienes insisten en sus sanguinarias maneras, arrastrados por la ceguera que dimana de su incapacidad de interpretar el nefasto alcance de un pensamiento polarizado en la apuesta de la violencia como eje de acción política, o incluso al estallido de confrontación bélica. ¿Por qué la participación civil se ha convertido en una barrera tan frágil, cedida en ocasiones a la bestialidad política? ¿Acaso es más realista pensar que Venezuela ha preferido mirarse a sí misma como una cultura de reiterada solicitud de crueldad? ¿A qué entuerto apuesta ese segmento de país, a cuál finismo violento?

En el siglo XIX, Pierre Simon Laplace anunció que Dios era una hipótesis que desde entonces le resultaría innecesaria al espíritu racional. Y Dios, al parecer, le tomó la palabra al astrónomo. Pero, como nos recuerda Steiner, la tragedia es la forma de arte y el arquetipo que más exige la atosigante presencia de Dios. Pero, pocos están en capacidad de mirarse en su dimensión trágica, y su sombra ya no cae sobre nosotros como lo hacía ante figuras míticas como Héctor o Macbeth. Dios tal vez se habrá hartado de nuestro salvajismo, y hoy es incapaz de reconocer su imagen en el espejo de su creación a medio hacer, fatigada desde el comienzo. Queda entonces mirarnos de nuevo a nosotros mismos. Ya muchos nos lo han advertido. Hay suficientes espejos humanos. Tantos como hay matanzas.

 

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