Políticas, por Edmundo Bracho

06/ 10/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, Opinión

Dice el norteamericano cuando a un novelista de los suyos se le antoja lanzarse a senador: “Esto no es Latinoamérica”. Saben, como el resto del mundo, que en nuestro popurrí histórico y geográfico sobran ejemplos de poetas alcaldes, pintores ministros, novelistas presidentes, y el embajador que en realidad es un ceramista. Pero eso es una cosa, y otra la incidencia de la política en la obra –llámese literaria, plástica, musical, cinematográfica–, y de la obra en la política.

En momentos en que Argentina atravesaba el oscuro trance de la dictadura militar, durante la década de los setenta, el escritor Rodolfo Walsh se lamentaba en una entrevista: “Cuando pienso en las imbecilidades que realmente uno oyó repetir durante décadas y que incluso tímidamente repitió o no refutó acerca de la relación entre el arte y la política…”; y continuaba su argumento: “Pensar que aquí hasta hace poco hubo quien sostenía que el arte y la política no tenían nada que ver, que no podía existir un arte en función de la política, una cosa que formaba una vez más parte de ese inconsciente en la medida en que las estructuras sociales funcionan también como inconscientes; es parte de ese juego destinado a quitarle toda peligrosidad al arte, toda acción sobre la vida, toda influencia real y directa sobre el momento. No concibo hoy el arte sino está relacionado directamente con la política, con la situación del momento que se vive en un país dado, si no está eso, para mí le falta algo para poder ser arte”.

La ponencia de Walsh hace pensar también en esa rúbrica de Sartre, tan necia, cuando expresó: “He visto morir de hambre a unos niños. Frente a un niño que se muere, (la novela) La náusea es algo sin valor”. Toca también el bizantino debate de si lo estético es el valor absoluto en el que se sustenta el arte, o si la forma y el contenido realmente representan una dicotomía irresuelta. Pero las palabras de Walsh –y lo esencial de su obra– apuntan, más allá de un manifestar radical, a los caminos a través de los cuales el arte debe dar cuenta del momento que le corresponde. Walsh quiso hacer de la denuncia un arte, y fue brutalmente silenciado, y “desaparecido” en marzo de 1977, después de que responsabilizara –documentos en mano– a dirigentes políticos y militares de masacres humanas.

La violencia política que viene atravesando Venezuela ya es una nueva categoría crítica–además de vivencial, claro. Pronto, no hay porqué dudarlo, el estado de conflictividad que vivimos aparecerá con recurrencia como el revés necesario de muchas tramas narrativas y de propuestas artísticos, pues viene permeando toda parcela nuestra realidad. Una neblina tóxica que ha sabido filtrarse por toda rendija de nuestra existencia. Tan amarga es la confrontación sin tregua entre bandos instaurados en polaridades, y demasiado insoslayable la intensidad del caos político que nos ha tocado vivir en estos últimos años. Y a esto a la literatura y las artes le toca dar expresión, más allá de que existan tan pocos recursos materiales y financieros –desde la escasez de papel hasta el papel que viene ejerciendo la asfixia oficial. Aún de cara a éstas y demás adversidades, es notoria la existencia de un creciente andar que discrepa y dista del oficialismo cultural, uno donde tantas individualidades creativas se han visto –o han decidido verse– desprovistas de aquella antigua epidemia del paternalismo estatal, y han comenzado, un paso por vez,  a traducir con urgencia las peculiares condiciones de una realidad política signada por la violencia, la exclusión del otro, y la confrontación ideológica. Es posible que este complejo trance político empiece a hacer desconfiar a muchos de esos reconocibles dualismos en los que la palabra va por un lado, los actos por otro y el gesto por uno alterno. Quizá, más bien, estemos empezando a ver cuáles palabras, actos y expresiones puedan ser una forma efectiva de nombrar e interpretar la realidad, convalidando la individualidad de cada voz, para así desbordar la exclusión que viene erigiéndose desde una muy nociva lectura binaria del país, aquella que se viene imponiendo con especial empeño desde las oficinas del poder político dominante, donde la consigna dejó de ser la plural e incluyente tanto en retórica como en acción.

Lejos de la sugerencia de Sartre, en la que el arte abandona la realidad porque aquel es“ineficiente”, se adelantan desde ya voces y expresiones individuales–tan (auto)excluidas del debate social dominante– que, esperemos, contribuirán a suturar el abismo que quiso pensar al arte separado de la realidad. También esperamos que signifique un paso conciente y sólido hacia la autogestión del hecho estético. En ese tránsito es donde se da parto a lo solvente y duradero, al vivo retrato del hombre en su sitio y circunstancia –ese calibrado expresar individual como espejo de lo colectivo. Ahí, el único espacio posible donde el creador, en su letra y en su arte, es soberano.

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