Exilios, por Edmundo Bracho
04/ 08/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, OpiniónPara Mario Szichman
«Voy en cualquier momento. O como que no voy. ¿Para qué ir?» Más o menos así solía responder el poeta Joseph Brodsky cuando algún amigo cercano le preguntaba cuándo regresaría a Rusia. Algunos retornaron, como Solzhenytsin, una vez que pudieron convivir con su amargo recuerdo del Gulag y ya desmembrado el partido del pueblo que era el partido de unos poquísimos. El partido que obligaba cualquier mínima disidencia al martirologio o al exilio. El último siempre más incierto que el primero.
Pero Brodsky nunca regresó a su patria, aún cuando cambiaran la bandera de la URSS por la de Rusia, y se hablara de aquel Nuevo Orden que se esfumaría en retórica. Nunca, desde su salida en 1972, volvió a ver a su natal Leningrado, o San Petersburgo, como lo rebautizarían. Quizá el poeta estaba ya incapacitado de sentarse junto a los propios fantasmas —siempre más longevos que la memoria— que resquebrajaron a su familia y a todo su pueblo. Qué cosa podrían decirle en su «nuevo país» los escaparates oxidados en los que tuviera que esconder antaño los manuscritos de poemas que fueron calificados de delictivos por algún juez envenenado de oficialismo. Para qué volver a caminar las casas donde ya era un exiliado en casa. Quizá intuyó lo que Séneca: «Los que nos arrojan de la patria, ¿son menos desterrados que nosotros?».
Lo cierto es que la experiencia del exilio en Brodsky lo colocó frente a sentimientos extremos, a veces opuestos. En el momento en que recibió el premio Nobel dijo: «Estallo de ira cuando pienso en mi patria», y en uno de sus ensayos propuso que «el exilio conduce al escritor, de la noche a la mañana, a un lugar que le llevaría normalmente la vida entera alcanzar». Y, como parangón de esa paradoja, en otro texto esgrimiera que «el exilio frena la evolución estilística». Brodsky, es obvio, no habla de cualquier exilio. Sus razones para irse y sus porqués eran harto contundentes. La evidencia de la valiente huida era tan insalvable como los trazos en su mano. Pero, después, ¿para qué y por qué volver? Una pregunta sin tregua y mareante. Un puzzle de los que asfixian en su ubicuidad unipersonal, y que atiende a esa diatriba del desarraigo extremo. Un exilio interior: estado del espíritu en que no existe ningún asidero ni arraigo, salvo quizás en el gesto creador.
Se le acusó a los 25 años de edad de «parasitismo» por autodefinirse poeta. Casi tres décadas después Brodsky escribía en un poema titulado Una fotografía: «Vivíamos en una ciudad color vodka gélido/ La electricidad venía de lejos, de pantanos/ y el apartamento de noche parecía/ sucio de turbia y picado por mosquitos (…) Yo ignoraba que un día todo eso iba a desaparecer/ En la cocina, ollas esmaltadas/ inspiraban confianza en el futuro/ convirtiéndose en el sueño/ obstinadamente, en sombrero o en ejército marciano/ Los autos también iban hacia el futuro (…) Es extraño y algo desagradable/ pensar que ni siquiera el metal conoce su destino/ y que la vida se ha gastado gracias a una apoteosis/ de la compañía Kodak, con fe en las fotos/ y desechando los negativos». ¿Qué futuro, en realidad, esperaba a Brodsky, quien, 15 años antes de fallecer, abandonara incluso su lengua natal por la adoptiva en adultez? Otro tanto podría decirse de su compatriota Nabokov, quien, en el exilio dejó su idioma natal y se hizo multilingüe. O de Pasternak, para quien dejar su país no era opción, y murió oscuramente, casi sin lengua que hablar, en el inquietante silencio del sacrificio. Anna Ajmátova tampoco quiso para sí la escapada digna, y en su permanencia estoica y doblemente digna escribió versos iluminados, intimistas, quizá como una forma alterna de purgar el resabio de la muerte de su esposo, el también poeta Nikolai Gumiliov, fusilado por «antisoviético», y el encarcelamiento de su único hijo, también por opinar diferente al señor del Kremlin. En Nina Berberova, narradora nacida en el San Petersburgo de 1901, estaría el doloroso contrapunto de la tragedia de Ajmátova: en su escapismo de toda furia persecutoria, pisaba cada ciudad para autoexpulsarse, sobreviviendo apenas en sus líneas que en rojo subrayaba, y jamás reculando a su tierra natal. ¿Y por qué su también compatriota (nacido en Varsovia), el gran Mandelstam escribió: «Vivimos inmersos sin sentir el país / nuestras palabras se esfuman a diez pasos»? Mandelstam, desaparecido en los «campos de trabajo» de Siberia, conoció como pocos esa fractura del exilio interior, ese tiempo fuera del tiempo que brinda el respiradero eterno de la escritura frente a la miseria humana. Por que la verdadera escritura, lo intuía el poeta, no tiene tiempo. Tampoco lugar.
Exiliados. La lista es larga, y no es exclusividad —lejos está de serlo— de los pueblos gobernados por el llamado partido del pueblo. De hecho, en América Latina abundan los casos de quienes escaparon las sanguinarias dictaduras sureñas, así como millones han huido del fidelismo cubano. ¿Cuántos argentinos y uruguayos no escriben desde antaño asentados en Canadá, España o México? ¿Cuántos son los escritores cubanos de libre estética que escriben en Cuba? ¿Por qué Roa Bastos y Asturias vivieron en el exilio y escribieron del dictador paraguayo y del guatemalteco, respectivamente? Un suelo de sosiego anímico, aires de libertad temática y de diversidad intelectual les permitieron a estos escritores renombrar la realidad, es decir, llamar las cosas por su justo nombre. Desde Roma, por ejemplo, pudo escribir Juan Gelman, de la memoria ya solísima en el dolor y de esos sentimientos mixtos, extremos, extremizados que, como dijera Brodksy, abre el exilio en la fisionomía del extravío a veces perpetuo. Al poeta Gelman, como a muchos argentinos, le quitaron el pan, el hijo, el hijo del hijo, a los suyos los torturaron, los rompieron, los deshicieron. Le echaron del país. «Y qué militar hijo de puta —escribe Gelman— me sacará del gran amor de esos crepúsculos de mayo, donde la ave del ser se balancea ante la noche? (…) No era perfecto mi país antes del golpe militar. Pero era mi estar, las veces que temblé contra los muros del amor, las veces que fui niño, perro, hombre, las veces que quise, me quisieron. Ningún general le va a sacar nada de eso al país (…)».
Son más de 500 mil venezolanos los que han optado por marcharse del país en apenas los últimos siete años. No es leyenda urbana apuntar que la mayoría dice haberlo hecho para escapar de la polarización, la inseguridad y las asfixias económicas, en lo que está por convertirse en la primera sacudida emigratoria en la historia contemporánea de Venezuela. ¿De qué tipo de exilio estamos hablando? Casi todas son personas entre 18 y 35 años de edad. ¿Cuánto hay en sus boletos aéreos de escapismo frívolo, cuánto del más frío desencanto? Algunos arreglan sus maletas con escasa ropa y mucha incertidumbre. Otros con títulos universitarios y copias de currículo encarpetadas, creyendo que son parte de ese tecnicismo que ciertos estadistas llaman «emigración calificada». ¿Hablan de destierro cuando pisan otras tierras? Sé que hay quienes les han empezado a llamar «la generación perdida». ¿Tienen pensado volver? ¿Recordarán dentro de dos o más décadas, como en el poema de Brodsky, los autos del país enrumbándose hacia algún futuro sin brumas? Dicen algunos que hay razones para pensar que pronto escribirán en otro idioma. ¿En cuál lengua olvidarán las razones del exilio, o estallarán en ira, con las fotos por desvanecerse en mano?
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Edmundo: Excelente!!!!!!!
Sé lo que siente el que un día, por distintas razones, se vé obligado a dejar su país. Te enviaré una nota que en momentos de nostalgia escribí. A mi manera.
Abrazo
Azucena.
reflexivo, lúcido y muy conmovedor.
siempre el dolor…
fuerte abrazo Edmundo.
Es muy bueno es lo mejor que leí hoy domingo que se lo dedico a la cultura, gracias Edmundo Bracho, a quien no conozco.
[…] su artículo Exilios, Edmundo Bracho trabaja con brillo el exilio desde la poesía del desgarro y el dolor. […]
Un texto firmemente estructurado con las bases del conocimiento, finamente tejido con el hilo de la conciencia, punzantemente abordado con el dolor del padecimiento.
Gracias siempre Edmundo.
Facebook me recordó este excelente texto, que colgué en mi muro en un día como hoy del 2015. Muy tristes imágenes del desarraigo que solo hay que leer en el verano.