Anoche casi me dan una puñalada, de Javier Bastardo

17/ 12/ 2019 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

Anoche casi me dan una puñalada. Sentí el peligro, la sonrisa maléfica y la mano empuñando aquél filo definitivo frente a mí, con su amenaza, pero casi. Esta mañana me levanté como si nada, con los primeros rayos del sol, a preparar el café y ver qué desayunar; no hay agua. Vivo en un país en donde no es noticia ni siquiera que un hombre muerda a un perro, aquí nos los comemos.

Tú sabes que es así, al final incluso tú sufres. No me mires con esa cara de miedo, pero ¿qué coño quieres que haga? ¿Que llore? Nah, ni siquiera me tocaron, ni un rasguño. No, no es locura, es el contexto, es la ciudad, coño. Caminando por una avenida a las 11:00 de la noche, ¿a quién se le ocurre?

Pero… ¡pero coño, vale! ¿Tú no te das cuenta de que eso es un sarcasmo? Que caminar a las 11:00 de la noche debería ser una vaina normal, pero no, aquí esa vaina es salir a que te maten. Anoche casi me dan una puñalada, y la lucha sigue.

La noche había sido intensa pero, como siempre, hasta temprano. Primero Sabana Grande, ese callejoncito de mala muerte que tanto nos gusta. Creo que lo mejor es ver a los adoradores de la droga, percibirlos para sentirse superior a alguien entre tanta miseria. Al menos yo, lo admito, soy una mierda de persona. Soy un ciudadano responsable y todo eso, pero soy una mierda de persona; siempre quiero compararme y verme mejor que los otros, y lo mejor es ir a reírse de su poca fortuna, de sus malas decisiones. Eso le pasa a los otros, a mí no, tú sabes que yo tengo carácter.

El reguetón a todo volumen, evadirse en el bullicio y ser uno con ese coro “si tu marido no te quiere, mejor tú dale banda” –¡épico!–; siento cómo la cerveza se me calienta en la mano y también cómo me refresca la boca. De a poco ese sabor ácido de la crisis cotidiana cede a una suerte de ebriedad. No recuerdo exactamente cómo, pero ahora estoy en un bar de Chacao, la cerveza es la misma, pero el precio varía. Debe ser una cosa del caché, aunque hasta el reguetón es el mismo. Yo estaba ahí nada más, mi amor, bebiendo. Te juro que no sabía nada de lo que iba a pasar.

El bar se tornó más oscuro, el reguetón dio paso a un ambiente mucho más pernicioso y denso. Caracas tiene su magia, tiene su ritmo. La salsa entraba en escena y tú sabes cómo me gusta bailar. Ya había visto la hora, apenas las 9:30, “Un par de canciones y me voy, listo”, me dije. La rumba me poseyó, eso y las ganas de huir, de renunciar un poco mi condición miserable. Tú sabes cómo me gusta bailar, pero esta vez era algo más. Un par de canciones después del set de Lavoe y del Gran Combo volví en mí, no sé cuántas cervezas habían pasado, pero ya no alcanzaba el Metro, más de las 11:00 en medio de la noche de una ciudad hostil, dentada.

Por las mañanas la ciudad se inunda de un mar de gente que sale a trabajar, porque el esfuerzo, porque el ahínco, por tantas razones… Cada cual elige su engaño y se marcha tras sus consecuencias. Sin embargo, por las noches reina un denso silencio, la tensa calma. Cada esquina es una sospecha, cada sombra un sobresalto. Camino, no sin miedo, no sin mirar atrás cada tantos pasos. También me siento valiente, bravío, aunque probablemente sea el alcohol. “¿Quién coño me va a robar a mí, vale? Mira la hora que es, en la calle no va a haber nadie, chamo”, me digo, pero camino más rápido. Camino y siento cómo se alarga la calle en un corredor infernalmente interminable, terriblemente oscuro, en donde, como quien presiente, cada vez me siento menos cómodo, más despierto. Creo que acabo de entrar a la boca del lobo, “aquí fue, marico. Hubiese agarrado un taxi, al final no son tan caros y ahora hay una línea que acepta transferencias”, pienso nerviosamente, la calle es larguísima, es una avenida concurrida de día, pero de noche es un cementerio abandonado, una pesadilla.

En ese momento escuché las trompetas del infierno rugir directamente en mi dirección, cada vez más nítidamente, cada vez más cerca. Creo que toda mi vida pasó frente a mis ojos. “Oye abuela, ¿y a dónde se va uno cuando se muere?”; “está bien, te voy a dar un beso pero no digas nada”; “no, eso no se hace así, ven que yo lo hago, qué inútil” y algunas otras frases con sus recuerdos se arremolinaron en mi mente, y la moto, trompeta infernal, llegó justo a mi lado: “aquí fue, marico, coño e’ la madre”.

La escena del robo es más rápida de lo que yo la escribo. Los sujetos, aún sobre la moto, se aseguraron de cerrarme el paso por la acera, de manera que en ese terrible y largo pasillo, mi único escape era arrojarme a la vía, esperar que pasara un carro y que quisiera ayudarme. Un panorama terrible, pues la solidaridad cada vez pierde más peso en la ciudad, y probablemente nadie se pararía. Para cuando había medido la imposibilidad de tener éxito y evitar el robo arrojándome a la calle, ya los dos hombres estaban en pie, frente a mí, desafiantes. Uno tenía una peluca dorada, de bucles, un pantalón de cuerina brillante, un top que dejaba ver su abdomen de hombre y del que saltaban dos protuberantes implantes mamarios. El otro, menos agraciado, tenía la barba pintada entre el maquillaje y su propio labial, el cabello recogido en una cola, y un extraño vestido, muy ceñido, desde donde resaltaba en parte su hombría. El cuadro de mi robo iba a ser protagonizado por dos travestis y yo, presa del terror.

Empecé a reírme, dirán “¡qué locura!” –mi amor, tú sobre todo dirás “qué locura”–, pero tan pronto vi que lo que tanto había evadido en medio de esta puesta en escena terrible había llegado de la mano de estos dos verdugos, la cosa se me hizo chistosa. Me reí. Me reí con ganas, no como una burla, más bien como una reacción nerviosa. En mi carcajada me dio chance de notar dos cosas: a los dos sujetos no les gustó para nada mi risa inesperada y que solo uno sostenía con delicadeza un reluciente puñal, el otro, el chofer peluca amarilla, tan solo estaba armado con su propia corpulencia. “¿Y tú de qué coño te ríes?, mande todo lo que tengas encima, mamagüevo”, me dijo el enanito del puñal, con una voz más femenina de la que me esperaba por su barba. “Ya escuchaste, papito, danos todo lo que tienes encima si no quieres que te dejemos feo”, me dijo la Marilyn travesti. Yo seguía riéndome, pero no por burla, eran los nervios, mi amor.

Marilyn se molestó y se me vino encima, con todo yo creo que me podría haber salvado, un empujón, una corredera bien lejos de la escena; pero en ese momento a la otra también se le cruzaron los cables, y se abalanzó sobre mí, lo que quiere decir que las dos habían decidido ponerle fin a mi risa, y terminar de arrebatarme lo que fuera que tuviese encima para irse. A la grandota logré controlarla con un empujón y un golpe mal dado, pues resultó que “Yo no quiero hacer esto, marica, no necesitamos las lucas, estás loca”, le gritó a la enana, quien se detuvo de golpe. La enana barbuda, ahora protagonista, se relamía, sonreía maléfica, sosteniendo el brillante puñal. “Te voy a rayar esa cara, mariquito”, me dijo, y yo “bueno, pero vas a tener que saltar maldita enana güircha”. El que hablaba no era yo, mi amor, era el miedo, soy incapaz de decirle nada a ninguna dama. “Marica, vámonos, deja a ese pela bola, vámonos”. Pareciera que la Marilyn era una pitonisa, pues la escena del robo cambió completamente con la entrada en escena de una patrulla de policía, una patrulla en medio de una ciudad forajida.

“Quietos los tres o los quiebro aquí mismo”, gritaron desde la patrulla, los funcionarios se bajaron, yo alcé las manos nada más escuchar el “quie” de quietos, y cuando terminó la frase en el “ismo” de mismo, casi estaba llorando. “Hermano, estos carajos me querían robar”, dije. “Ay, mariquito, ¿te iban a robar unos transfor?”, me espetó un policía, y las risas empezaron. “No vamos a hacer un show, porque los quiebro. Se me montan los tres en la patrulla sin güevonadas. Curso, llévate esa moto para el comando”, determinó otro funcionario.

En la patrulla estaba sentado frente a mis victimarios y al lado del policía que me había dicho mariquito. Ninguno dijo nada, ninguno se miraba. “Estos carajos me iban a robar a mí, compa, yo no voy pendiente de ir preso porque me iban a robar…”, “mira, mi pana, yo no dudo que lo que tú estás diciendo es verdad, pero vamos al comando, allá resolvemos”. “Yo no tengo nada que hacer en el comando, yo solo estaba caminando a mi casa, y estos carajos llegaron a robarme, es todo”. Me miró, miró a los travestis, me miró de nuevo, yo lo miré, casi le piqué un ojo, pero no, miré a los travestis, creo que incluso me dio tiempo de mirarme. Ya no sé qué hora era, seguro más de las 4:00 de la madrugada, y yo tenía que trabajar.

No llegamos al comando, es cierto, y de paso, para rematar la locura, me dejaron en mi casa. Es un cuento inverosímil, lo sé, pero anoche casi me dan una puñalada. 

Sentí el peligro, la sonrisa maléfica y la mano empuñando aquél filo definitivo frente a mí, con su amenaza, pero casi. Esta mañana me levanté como si nada.


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Este cuento formó parte de la Semana de la Narrativa 2019, organizada en alianza con Revista Ojo

Ilustración cortesía Revista Ojo

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